[…] Las hadas sólo susurran a quienes tienen suficiente sensibilidad en el oído. […]
Hace muchos, muchos años, en un lugar muy lejano, hubo una niña que tenía amistad con un hada. Era un hada luminosa, vestida de blanco, que dejaba una estela de los colores del arcoiris cuando se desplazaba por el viento.
El hada revoloteaba a su alrededor, cerquita de su rostro o alejada de ella, pero nunca se aventuraba mucho más allá de lo que alcanzaban sus oídos o su mirada. Cuando Áine estaba relajada, Titania —que así se llamaba el hada—, exploraba a su alrededor, atenta a cualquier movimiento que pudiera resultar interesante.
Si algo captaba su atención, el hada observaba, valoraba si era algo seguro o peligroso, e iba con ese mensaje hasta la orejita de Áine, susurrándole que podía seguir tranquila, confiada, o si se daba el caso, advirtiéndole a tiempo para que se preparara para enfrentar la inseguridad o el peligro.
A veces, cuando Titania le traía susurros, voces o gritos que no le gustaban —por ejemplo, estate atenta, niña, ¡anda! que esa hierba se ha movido y puede haber debajo un bicho enorme—, Áine se sentía molesta, porque el hada perturbaba su tranquilidad, y se preocupaba por cosas que no implicaban ningún peligro. O se enfadaba con ella, porque había ido a refugiarse en bracitos de su profe, por razones que otras niñas y otros niños no entendían, malinterpretándlas según el momento.
Pero lo que nadie sabía, ni siquiera su aita o su ama, es que Titania también le llevaba a Áine mensajes sobre dónde estaba la seguridad, la belleza y la magia en el mundo. Porque, cuando el hada revoloteaba, captaba también animales hermosos, personas amables, niñas y niños interesantes, cuevas que albergaban misterios, preciosos estanques, o sucesos que se salían de lo común, mágicos, que pasaban desapercibidos en la mirada de las personas que no contaban con la amistad, el cariño y el apoyo de un hada.
Del mismo modo que Titania avisaba a Áine de que había alguna amenaza también le susurraba, con cosquillitas en la orejita, «tranquila, amiga, todo ha pasado», o «vaya, disculpa, no era nada», cuando la situación lo merecía, dejándole que vuelva a sentirse segura tan pronto como se percataba de que no había peligro.
Titania era una amiga maravillosa para una niña que quería, deseaba, ansiaba, estar conectada con el mundo y comérselo a bocados. Era especialmente profunda y sensible, y necesitaba percibir más allá de lo que revelaban sus ojos, o de los sonidos que le traía el viento. Le conectaba con la realidad, ayudándole a permanecer en el aquí y el ahora, con consciencia de que estaba en un lugar que también albergaba peligros: perros que podían morder, personas malvadas, plantas venenosas y actividades que, si bien podrían resultar atractivas, podían terminar en una caída fatal contra el suelo.
En esos tiempos, Áine pensaba que todas las personas tenían un hada. Que la suya era una experiencia como la de todo el mundo. Y que, quizás, algo marchaba mal en ella, porque era muy reactiva ante las cosas buenas y malas que a la mayoría le resultaban indiferentes. Pensaba que todas las niñas y todos los niños tenían acceso a las mismas maravillas y a las mismas experiencias mágicas. Pero estaba profundamente equivocada.
Las hadas sólo susurran a quienes tienen suficiente sensibilidad en el oído.
Pasaron los años y Áine se convirtió en adolescente y, luego, en una chica. Se hizo mayor, pero siguió teniendo relación con esa pequeña mariposa —así se mostraba ante los demás Titania, para que no la descubrieran— que le traía mensajes importantes sobre el mundo. Con el tiempo, su relación se afianzó a través del cuidado, el diálogo y el cariño. Titania aprendió lo que era verdaderamente relevante para Áine —lo que le hacía conectar con la seguridad y el bienestar, pero, también lo que realmente era un verdadero peligro—, y a utilizar un tono de voz adecuado a las circunstancias. Ya no gritaba cuando no era necesario, dándole sustos, sino sólo cuando verdaderamente había alguna amenaza que pudiera causarle un daño real y significativo.
Se hizo más confiable para ella.
Se convirtió así en una Pequeña Centinela que velaba muy acertadamente por su salud física, mental y moral, ayudándole a evitar los riesgos, a hacer el bien, y a disfrutar con plenitud de los lugares, sensaciones y personas en las que podía refugiarse, porque aportaban experiencias seguras. Y Áine aprendió a cuidar de ella sin tensiones ni reproches. Si Titania se equivocaba, Áine la acogía entre sus brazos, cerca de su corazón y le decía que sintiera su calor, que sabía que tenía buenas intenciones hacia ella y que, pase lo que pase, estaba para ella y no la abandonaría. Que sabía que su amistad era un tesoro precioso, que la mantenía a salvo y conectada con la vida.
Pasaron muchos, muchos años, y Áine murió en paz, rodeada de los suyos. Durante su último aliento, Titania se acercó a su oído, y le susurró que no temiera, que todo iba a estar bien. Que la vida era como un río que acaba en un mar muy amplio, inmenso, en comunión con las aguas que provienen de otros cauces, nubes o de lejanos deshielos. Que la muerte no era el final de la vida, sino otro portal similar al nacimiento. Que nada tenía que temer, porque ya había estado allí, aunque no guardara recuerdos. Escuchando estas palabras, Áine se dejó llevar, en paz, abrazada a los suyos y a la vida, agradeciendo a Titania tanta intensidad y tan maravillosos momentos.
Áine fue enterrada en un prado con flores preciosas, en el que sobrevolaban las mariposas. Cuando su cuerpo inerte fue depositado en la tierra, Titania se posó sobre la tierra removida. De sus pies emergieron raíces, que conectaron con el cuerpo de su fiel amiga. Y de él se alimentó, convirtiéndose primero en una preciosa flor, luego en un arbusto fuerte y más tarde en un tejo gigante. Un árbol inmortal con el que honrar la presencia de una niña —nunca dejó de serlo— tan bondadosa y sensible en este mundo saturado por la maldad y los peligros.
Una niña que vivió una vida intensa, conectada y plena.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
