Una historia oculta tras el sometimiento y la imitación

[…] Pero, cada vez que imitaba a alguien, se despertaba una vocecilla dentro de mí. Una vocecilla que tenía tono de reproche y que me decía, y me repetía, que me estaba impostando a mí mismo, y que eso no estaba bien. Que las personas normales, que están bien, con suficiente personalidad, no hacen las cosas así. ¡No tienes personalidad! […]

«No tengo personalidad», es una rumiación que me ha acompañado durante gran parte de mi infancia y adolescencia. Y, en gran parte, coincidía con la realidad: era un niño —y luego, un chaval— que IMITABA a sus iguales. Trataba de ser como ellos porque eran guays, y yo no. 

Pero, cada vez que imitaba a alguien, se despertaba una vocecilla dentro de mí. Una vocecilla que tenía tono de reproche y que me decía, y me repetía, que me estaba impostando a mí mismo, y que eso no estaba bien. Que las personas normales, que están bien, con suficiente personalidad, no hacen las cosas así. ¡No tienes personalidad!

Eso me inhibía en la vergüenza de no ser lo que supuestamente debía ser, a saber, tan molón y popular como esos colegas a los que admiraba porque tenían iniciativa, estilo y una identidad tan magnética que gente renunciaba a lo que eran para imitarles y, así, fingir ser ganadores cuando en realidad eran rastreros seguidores, sin personalidad. 

Pero este saberme sin personalidad, sin interés, inmerecedor de una mirada, avergonzado de ser así, movía más si cabe las cosas dentro de mí y me llevaba, de nuevo, a articular recursos excepcionales para hacerme visible y creerme, a ratitos, que tenía cierto carisma o interés. Por eso, volvía a imitar, a reprocharme, a avergonzarme, y a sentirme la última gallina del corral. 

Esta es la historia que me he contado durante muchos años. Y suena realista, ¿verdad? Claro, porque se corresponde con una parte —sólo una— de la realidad. Es la historia de una mancha, y de un chaval que lucha trágicamente por limpiarla; y que, cuanto más frota el tejido para lavarlo, más se corrompe éste, hasta dejarlo desgastado, feo, deshilachado, para trapos. Una buena metáfora sobre cómo me sentía yo. 

Sin embargo, hoy tengo más y mejores recursos para escribir esta historia. Puedo mirar hacia atrás y completar lo que pasó. Puedo iniciar —y quien sabe si completar— un acto de JUSTICIA EPISTÉMICA, es decir, asociado al conocimiento de la realidad. 

Porque ahora, que no estoy en ese círculo vicioso, ni sintiendo esos peligros, puedo acceder a información que entonces se me pasó, y que es clave para enriquecer esa historia con lo que primero serán matices, y luego puede que se conviertan en la trama principal. 

Ahora veo a un chaval que, sencillamente, era diferente a los demás. Su cabeza no funcionaba igual. Y eso determinaba una dificultad y un riesgo. No podía integrarse en los grupos con naturalidad y, en caso de conocerse lo que sentía o pensaba, iba a ser sancionado con el rechazo o el aislamiento. 

Pero no sólo veo eso. También veo un contexto sumamente hostil. Una escuela y un grupo clase en el que estaba constreñido, del que no se podía escapar, liderado por un profesorado mayoritariamente insensible, cuya función implícita y explícita era normalizar al alumnado para que pasen de curso y saquen buenas notas en selectividad, ensalzando el nombre de ese colegio privado en un alarde elitista que atraiga más clientes. 

Y a los raritos que les den. 

Veo que a un niño, luego un chaval, bajo la amenaza constante del aislamiento y la marginación, haciendo enormes esfuerzos para mantenerse en un grupo que naturalmente no era el suyo, muy consciente de lo que podía pasar su bajaba la guardia y se dejaba llevar por su propia corriente, porque ya había sido sancionado severamente por sólo remangarse los pantalones y meter los pies. 

Veo a un niño solo y con mucho miedo. Con un pánico visceral. Que hizo lo que pudo: someterse al grupo para evitar un mal mayor, a saber, una expulsión que lo condenaría como a otros muchos a una perpetua soledad. Una soledad que sólo de imaginarla dolía en el alma, y que no podía aceptar, tampoco, por el daño que podía hacer a sus seres queridos. 

Veo una narrativa violenta que todos hemos comprado: la del triunfador que llega a lo más alto aupándose, sobre todo, en los privilegios que le otorga su personalidad. El líder magnético como sujeto de especial valor en una sociedad neoliberal, que no sólo está por encima, sino que es admirado y disfruta de más y mejores derechos que los demás. 

Es lo que justifica la dominación de unos sobre otros… la pirámide del poder. 

Lo veo todo junto, y me siento más cerca de ese niño que tuvo que SOMETERSE al grupo para sobrevivir, porque la alternativa era la expulsión y el vacío más frío y absoluto que te puedas imaginar. Y veo, también, a un chaval que, a pesar de todo, nunca renunció a su identidad. Porque algo, dentro de él, muy dentro, le decía que lo que estaba haciendo era falso, que no era real. 

Un tío con demasiada personalidad. Con tanta personalidad como para aceptar vivir en esa tensión: tratando de integrarse porque no le quedaba otra, pero sosteniendo la angustia de ser un fraude, con la esperanza de que, llegado el momento, pudiera encontrarse con alguien que pudiera estimarlo por lo que realmente es. Porque sabía que eso que había ocultado muy dentro, sea lo que fuese, tenía un profundo valor. 

Pelillos de punta, oye. 

Lo suelto aquí, como un escupitajo, porque sé que hoy en día hay muchas niñas, niños y adolescentes viviendo esta misma historia, con el agravante de que las redes sociales imponen ideales de cuerpo y mente inalcanzables porque son mentira, o simple y llana manipulación. Y porque hoy, más que en los 80, tenemos el mandato de ser todas y todos guapos, líderes y especiales, con lo que ello implica de SOMETIMIENTO, IMITACIÓN y VERGÜENZA. Y el mundo adulto les mira mal, en plan, qué haces imitando, colega, no tienes personalidad. 

No tienes personalidad… 

Pero lo que no saben estos adultos es que uno sólo puede ser uno mismo en un contexto relacional suficientemente seguro. Mientras tanto, algunas niñas y niños sólo pueden imitar para evitar un mal mayor. 

Aunque no te lo creas, aunque vaya en contra de lo que te han enseñado, puede haber mucha RESISTENCIA y DIGNIDAD en el sometimiento y la imitación. 

E incluso, personas con una fuerte y maravillosa personalidad. Porque hay que ser muy fuerte, tenerlos muy bien puestos, para vivir en esa contradicción. 

Vaya, ya no es la historia de una mancha y un destrozo; sino de un valiente tratando de sostenerse entero, atado a dos caballos que tiran de él para desmembrarlo, y que —a los hechos me remito— se sostuvo en pie.

¿Se ve?

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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