El freno vagal | una experiencia en el campo

[…] —Es que me siento “muerta por dentro” —reconoció, y sus palabras me enternecieron por las tripas. […]

—¿Te apetece contarme cómo te encuentras? —le dije—. Noto que llevas un rato un montón de rígida. 

Nos habíamos apartado del grupo en el que estábamos porque intuía que necesitaba un poco de aire. Minutos antes nos habíamos enzarzado en una discusión muy desagradable que, como cabe esperar, no nos había llevado a ninguna parte: cuanto más se empecinaba ella en tener la razón, más trataba yo de demoler sus argumentos, en una escalada sin fin. 

—Es que me siento “muerta por dentro” —reconoció, y sus palabras me enternecieron por las tripas. 

—¿Y cómo se siente eso de estar “muerta por dentro”? —pregunté, interesado por su estado. 

—No lo sé, Aita. Es como no sentir nada. 

Dejé que se hiciera un silencio por si se conectaba con algo. 

—No siento ni alegría, ni tristeza, ni nada. 

—¿Y cansancio? 

—Sí, cansancio sí que tengo. 

—¿Y pereza? 

—Sí, no me apetece nada. ¡Pero nada de nada! —y en esa pequeña exclamación intuí un pequeño cambio en su estado de ánimo, como si se sintiera reconfortada porque alguien se diera cuenta. 

Sentí que su curiosidad me abría una puerta: 

—Creo que sé lo que te está pasando, pero no sé si te apetece ahora hablar de eso conmigo. 

—Sí que me apetece —Al conectar nuestras miradas intuí una petición de ayuda. Parecía apesadumbrada. 

—Es que creo que te está pasando lo mismo que me pasó a mí el otro día… 

—¿Qué? —me interrumpió. 

—¿Te acuerdas que el miércoles te grité un montón por una tontería? Tú sólo te pusiste un poco nerviosa, y a mí se me escapó un grito de la pera y me fui gruñendo muy fuerte al piso de arriba. 

—Sí. 

—Te traté bastante mal, ¿recuerdas? Y no sé si mis disculpas fueron adecuadas ni suficientes.

—Sí que me acuerdo —dijo, e intuí que me pedía que ir al grano. 

—Pues creo que ese día me pasó algo parecido a lo que te pasa a ti ahora, Amara —reconocí—. Casi lo mismo. 

Me miraba atentamente. 

—Aquel día había sentido emociones muy, pero que muy fuertes. Algunas desagradables y otras agradables, pero había sido un día francamente intenso. Y cuando nuestras emociones nos desbordan durante mucho tiempo, el cuerpo echa el freno porque ya no puede más. 

—¿Echa el freno? 

—Sí, se le llama “freno vagal”. Y es el que provoca en el cuerpo sensaciones tan raras. Desconecta nuestras emociones y, a veces, pide a nuestro cerebro que haga un montón de esfuerzos para que mantenga las cosas como están, porque los cambios implican una intensidad para la que ahora no está preparado. 

Nos quedamos callados un momento.

—Yo me lo imagino al “freno vagal” como una prensa que aplasta nuestras emociones —continué—, y que afloja muy poco a poco. 

—Aita, ¿qué es una prensa? 

—Una máquina que sirve para aplastar cosas, y que tiene tanta fuerza como para dejarlas planas, como una pegatina. 

—¿Y va a durar todo el día? —preguntó, y pude intuir cierta angustia entre líneas. 

—Puede ser. A veces dura todo el día —respondí, en honor a la verdad. 

—¿Hasta la noche? 

—Sí, a mí el miércoles me duró hasta la noche. Sólo se me quitó durmiendo. Pero hay otras formas de desactivarlo, aunque no siempre funcionan. ¿Te apetece que las exploremos? —le pregunté—. Están todos a gusto, mira. Tenemos tiempo. 

—Vale, Aita. 

—Pues mira, una de ellas es lo que estamos haciendo. Cuando compartimos con otra persona lo que nos pasa, y esa persona nos entiende, empiezan a despertar algunas emociones. Es como si nos conectásemos poquito a poco con nuestro cuerpo. ¿Lo notas? 

—No sé —se quedó callada, creo que mirando hacia dentro—. Igual un poco. 

—A veces, sirve también que nos demos permiso para descansar, soltar, y que dejemos un rato de ser exigentes con nosotras o nosotros mismos —dije—. ¿Nos ponemos cómodos? 

Se recostó con la cabeza en mi tripa. Es una almohadita perfecta. 

—Puedes cerrar los ojitos. Todo va a estar bien durante un rato largo. 

Me hizo caso. Y le di un ratito. A todas luces lo necesitaba. 

Cuando sentí que estaba súper a gusto, continué: 

—Otra cosa que suele ayudar es que alguien nos acaricie. Pero tienen que ser unas caricias especiales: con alguien que nos entienda, al que le demos permiso, y que sea sensible y cuidadoso. 

—Como tú.

—Como yo, si te apetece y me dejas. 

—Sí que quiero. 

Le estuve haciendo caricias principalmente en el pelo, la frente y la zona del cuello. No sé por qué, pero intuía que tenía fuertes tensiones acumuladas por ahí, y al tocarla, sentía que se liberaban. 

—¡Puñetera mosca! ¡Déjame en paz! —gritó y se sacudió, tratando de espantar al bicho. 

Qué bien. La ira había vuelto. Se había reconectado. Que volvieran las demás emociones sólo era cuestión de tiempo. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

Deja un comentario