Efecto vaca: ¿por qué nos fascinan las desgracias de los demás?

[…] «Pedazo de hostia», piensas, y hay algo dentro de ti que se activa y gira la mirada hacia allí. […]

Fijo que te ha pasado alguna vez. 

Vas por la carretera y ves un accidente en el arcén. 

«Pedazo de hostia», piensas, y hay algo dentro de ti que se activa y gira la mirada hacia allí. «¿Habrá heridos o muertos?»

Para un observador casual, hay algo sucio en esa mirada “morbosa”, ¿no? Parece algo censurable meter los ojos ahí, justo donde se está produciendo la desgracia y el dolor. Es una invasión flagrante de la intimidad de unas personas que están sufriendo y que, al menos en ese instante, no se pueden proteger. 

Hasta cierto punto, somos conscientes de ello. Por eso, lo hacemos e justo después nos llega un flechazo de culpa, advirtiéndonos de que lo que hemos hecho no está nada bien. 

Pero, ¿es “morbo” lo que hay en esa mirada?

Seguro que a veces sí, pero no creo que sea la experiencia más habitual. A menudo miramos para conectar con el sentimiento de estar a salvo. Es como si nos dijéramos «coño, qué horror, menos mal que no me ha pasado a mí», o «qué gusto poder llegar pronto a mi casa, con los míos, y que todo esté bien». 

Miramos, pero no con el afán de recrearnos en la desgracia, sino de disfrutar de la seguridad. Porque nosotras y nosotros, que también circulamos por la misma carretera, hemos librado de una historia muy terrible en la que también podíamos haber sido protagonistas, vistos los caprichos del azar. 

Coño, qué bien. 

Pues bien, esto es un fenómeno también extrapolable a la experiencia habitual de muchas y muchos profesionales de los servicios sociales. 

Madre mía lo que acabo de decir. 

Profesionales que, como bien sabemos, tenemos que estar “un poco torcidos” para permanecer en trabajos así; que muchas veces elegimos este modelo de profesiones para satisfacer necesidades inconfesables del pasado, y que trabajamos en organizaciones y equipos en los que se dan diferentes modelos de violencia y maltrato, y que necesitamos, por tanto, recursos excepcionales para sentirnos seguras y seguros ante tanto trauma e inseguridad. 

Y uno de esos recursos es éste, justo éste: quedarnos atrapadas y atrapados en la desgracia de los demás, para sentir un chispazo de seguridad. 

«Virgencita, virgencita, que me quede como estoy».

Aunque esté hecho una verdadera mierda, hay alguien que está peor. 

Y funciona, claro que sí. Funciona si nuestra vida es una mierda, y también si sentimos que no aportamos nada en nuestro curro. Es muy eficaz porque, al colocar la desgracia como una mancha en los demás, también colocamos la culpa y la vergüenza ahí, denigrando a la gente a la que le ha tocado sufrir. Porque, algo habrán hecho para que les pase eso, ¿no?

Es como cuando, en presencia de un accidente, nos decimos: «fijo que iba como un loco o que conduce mal». Necesitamos hacer una atribución de responsabilidad para sentir no sólo que hemos librado hasta ahora de esta desgracia, sino que SIEMPRE vamos a librar. 

Porque nosotras y nostros somos de otra pasta, mucho más limpia y sólida, ¿verdad?

Mis cojones morenos. 

Sea como sea, a las y los profesionales de los servicios sociales nos fascinan las desgracias. Y, como nos fascinan y satisfacen necesidades muy profundas —”vergüencita, sí vergüencita, que me quede como estoy”—, colocamos toda nuestra atención ahí, en el sufrimiento, en la inseguridad, en lo chungo de los síntomas. Pero, al hacerlo, no sólo menospreciamos a las personas que sufren, sino que también nos negamos el acceso a la complejidad. 

Porque, en la complejidad, nos podemos sentir muy reflejados. Incluso identificados. Y ya no se trata de que pavo que se ha hostiao condujera mal, sino que salía con prisa del curro porque tenía que ir a buscar a su hija, había discutido con su jefe, se iba cagando y justo se le ha cruzado un gilipollas que se creía Fernando Alonso con un golf TDI. Coño, como a mí. Y, entonces, tomamos consciencia de que, por mucho que nos joda, lo que nos salva no es nuestra aura divina, sino maldita suerte. Que algún día se nos puede acabar. 

Que todas y todos podemos ser “usuarios” —odio esa palabra, pero la coloco para fastidiar justo aquí— de los mismos servicios sociales en los que curramos, y sufrir el mismo tipo de violencias. 

Porque no son tanto las carencias las que llevan a la peña a ser “intervenida” —¡aghhh!— como la propia naturaleza de los problemas, la duración de los mismos, las soluciones y resistencias que han sido bloqueadas, la falta de apoyo, la exclusión, las opresiones estructurales, los avatares de la complejidad o, yo qué sé, la maldita casualidad. 

Pero lo que nos satisface es decir que “conducían mal”. 

Nos da una falsa seguridad. 

Nos evita comprometernos en cambiar la realidad. 

Ya sabes, «si un síntoma prevalece, es porque satisface en muchas personas, simultáneamente, varias necesidades.» Y disfrutar de la desgracia ajena, sin duda alguna, lo es. 

Habla más de nuestras carencias y nuestro sufrimiento, que de las jodiendas que acontecen a los demás.

¿Se ve?


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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