[…] Para él era muy doloroso verse gris en un mundo abarrotado de niños de colores. Sentía que todo el mundo se daba cuenta de su ausencia de color, y que eso le colocaba por debajo, como una hormiga insignificante o una rata apestosa. […]
Había una vez un niño de color gris.
Ese veía que otros niños eran de colores, y les tenía mucha envidia.
Con sus colores, esos niños captaban la atención de los adultos y de otros niños, y se sentían a gusto juntos, reconociéndose entre ellos.
Para él era muy doloroso verse gris en un mundo abarrotado de niños de colores. Sentía que todo el mundo se daba cuenta de su ausencia de color, y que eso le colocaba por debajo, como una hormiga insignificante o una rata apestosa.
Por eso, el niño gris decidió esforzarse para conseguir sus colores. Y ya que estaba, se propuso no sólo tener tantos colores como los demás, sino más que ellos.
Al principio, se pegó papeles al cuerpo; pero todos volaron al llegar un viento muy fuerte.
Luego, se pintó el cuerpo; pero no aguantaron en su sitio el día que le pilló la lluvia sin paraguas.
Finalmente, se los tatuó en la piel. Estaba convencido de que era la mejor solución. Así, no los perdería nunca.
El niño gris enseñaba sus tatuajes orgulloso. ¡Yo también soy como vosotros! ¡Qué leches! ¡Soy mejor que vosotros! ¡Mirad cuántos colores tengo!
Pero, cada vez que enseñaba sus colores, recordaba que eran falsos, estáticos, y que no tenían vida. Por eso, el niño gris decidió lustrar y pulir sus tatuajes. Así quedarían brillantes, como la luz que se refleja en la playa en una mañana de verano.
Por fin sería mejor que los demás, teniendo los mejores colores del mundo.
Sin embargo, cuanto más limpiaba y resaltaba sus tatuajes, más se difuminaban estos. El roce de la esponja los iba deshaciendo poco a poco, emborronándolos en su piel enrojecida.
Finalmente, el niño gris se quedó con manchas grises, dispersas por todo su cuerpo. Ya no le servían de nada. Había vuelto a la desgracia que había sido su punto de partida.
Entonces, el niño gris, con manchurrones grises, entontró un libro tirado en la basura.
Al principio, le dio un poco de asco abrirlo. Estaba pringoso por fuera y temía que también lo estuviera por dentro. Pero, finalmente, le pudo la curiosidad y lo ojeó sentado en una acera.
El libro estaba prácticamente en blanco. Sólo tenía una frase.
Una sola frase:
“Venimos del gris, y al gris vamos. Ningún otro color permanece.”
El niño gris se dio cuenta, entonces, de que su color era el único real. El que estaría siempre. El que igualaba a todos. Y que era el único color que estaba antes que él, y que estaría después de él, cuando finalmente muriera.
Sintió un profundo alivio.
No tenía sentido luchar para ser lo que no era.
No merecía la pena acumular colores, si todos se iban a perder con el tiempo.
Estaba bien en el gris, y el gris siempre permanecería. Incluso cuando la muerte diera un último bocado a su conciencia. Incluso cuando el sol se convirtiera en un bola de fuego gigante y se tragara la tierra. Incluso cuando la energía oscura despedace las últimas partículas que componen el universo.
—¿Te cuento una cosa, cariño?
—¿Qué cosa?
—Yo soy ese niño gris. El mismo del que habla este cuento —conté, y me tembló la voz en un terremoto interno.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
