Diferenciarse para reconocer el legado familiar

[…] En un primer vistazo, podría entenderse que diferenciación y pertenencia son algo así como antónimos, ¿verdad? Es decir, que para que una persona pueda constituirse también como una unidad diferenciada, debe renunciar, de alguna manera, a ser parte del grupo, dado que la identidad individual y grupal chocan como dos chivos en época de celo. […]

Los procesos de diferenciación, es decir, esos que nos permiten ser nosotras y nosotros mismos en oposición o renunciando a algunos legados familiares, tienen componentes paradójicos. 

Sí, puede que ésa sea la palabra. 

En un primer vistazo, podría entenderse que diferenciación y pertenencia son algo así como antónimos, ¿verdad? Es decir, que para que una persona pueda constituirse también como una unidad diferenciada, debe renunciar, de alguna manera, a ser parte del grupo, dado que la identidad individual y grupal chocan como dos chivos en época de celo. 

Esta idea se corresponde con las sensaciones que muchas familias tienen durante la adolescencia de los chavales y las chavalas de los que cuidan, cuando éstos se rebelan contra la autoridad de sus referentes primarios para construir, en oposición, una personalidad propia. 

Pero, de lo que no nos damos cuenta, es de que la realidad no es, ni mucho menos, tan sencilla como parece. 

Piensa, por ejemplo, en un padre y un hijo que mantienen una conversación en la que se permite al hijo decir a su padre qué valores, tradiciones o aspectos de su familia no está dispuesto a aceptar. En plan, aita, no me jodas, que por ahí no pienso pasar. 

A priori, podría parecer que se están dando exclusivamente procesos de diferenciación, porque el chaval está afirmando su diferencia en contraposición a lo que su familia le propone, le ofrece como mejor opción o le trata de imponer, ¿verdad?

Bueno, algo de eso sí que hay; pero en estas interacciones subyacen también los procesos que llevan a una chavala o un chaval a aceptar el legado del grupo y ser un miembro reconocido de la familia. 

¿Cómo?

¿Qué dices?

Sí, porque cuando un adolescente —o un niño, qué más da— tiene la oportunidad de decir qué es lo que rechaza de su familia, también está afirmando tácitamente qué es lo que acepta como elementos que sí tienen valor. Porque en toda conversación hay dos niveles en la comunicación: lo que se dice, y lo que no. Cuando una o uno tiene la oportunidad, real, en libertad y con honestidad, de decir qué es lo que rechaza, también está afirmando lo que le gusta o lo que acepta por omisión. 

Esto no es ninguna chorrada, porque en este tipo de conversaciones se pueden satisfacer diferentes necesidades, tanto de las personas adultas como de las y los adolescentes en cuestión. Los adultos, porque, si están bien situados, pueden reconocer que su hijo valora su legado y permanece junto a ellos; y para las chavalas y los chavales porque pueden afirmar su identidad sin miedo a perder el vínculo con sus referentes, a saber, las personas más capaces de darles seguridad en un momento de crisis vital. 

No olvidemos que muchos síntomas que van en la línea de apartarse de la familia y hacer el mal en el fondo comunican —malamente pero con eficacia— la necesidad de las chavalas y los chavales de decir que “no” a ese legado familiar. Y quizás, también, de reencontrarse con sus referentes con su nueva identidad. 

«Te digo que no sin decirlo para no comprometer el vínculo contigo y mi única seguridad. Y porque necesito que me reconozcas como una persona con valor.»

La paradoja es que, cuanto más se evita el no, más se evita este modelo de conversaciones en las que se afianza la pertenencia sana al propio entorno familiar. Porque en las conversaciones sobre la diferencia se reconoce, tácita pero eficazmente, el valor de la tradición, el legado y la moral familiar. 

¿Te sirve de algo?

¿Qué piensas tú?


Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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