[…] Por eso, las personas nos vemos obligadas a dar una respuesta a esta complejidad. Y tiene que ser una respuesta ajustada, porque no vale que veamos lo chungo, pero tampoco vale que lo ignoremos. Tenemos que protegernos sin anularnos. ¿Es posible? […]
Quizás muchas cosas de las que hacemos tengan por objetivo —tácito, oculto, implícito— sobrellevar el caos y la impredecibilidad del mundo.
Sí, tú también, no te hagas el orejas.
Como bien se suele decir, la principal función de nuestro cerebro no es comprender tal y como es la realidad, sino mantenernos a salvo. Pero esta realidad, implica un problema bastante complicado: si uno está siempre pendiente de la inseguridad y el peligro, es posible que funcione de manera caótica, se paralice y no pueda llegar a nada.
Por eso, las personas nos vemos obligadas a dar una respuesta a esta complejidad. Y tiene que ser una respuesta ajustada, porque no vale que veamos lo chungo, pero tampoco vale que lo ignoremos. Tenemos que protegernos sin anularnos. ¿Es posible?
En nuestra historia, según nuestras características, los acontecimientos que nos ha tocado vivir, la ecología relacional en la que nos hemos movido y los periodos críticos de nuestro desarrollo, hemos ido articulando recursos, con suerte, cada vez más complejos, elaborados y adaptados. Por ejemplo, lo que es normal y sano en una niña o un niño de 4 años —negar que el peligro existe—, puede no serlo para un adolescente de 16 —que puede tener, por ejemplo, a buscar el apoyo del grupo para situarse, en manada, contra un chivo expiatorio—, lo que, a su vez, puede resultar inadecuado para una persona adulta.
No es una evolución lineal, claro, pero no es extraño ver cómo los recursos más complejos se construyen en relación a los más sencillos. Por ejemplo, ese adolescente necesita crear en su mente un escenario en el que se haya superado el peligro —¿hay algo de negación en eso?—, para activarse y buscar el apoyo de sus compañeros. Por eso, hay que tener mucho cuidado en destacar los recursos protectores como “inmaduros” o “infantiles”, cuando, en realidad, pueden ser el sustento de formas más elaboradas y adaptativas de desenvolverse como una adulta o un adulto.
Ya sabéis, lo que no se atiende no madura, entre otras cosas, porque no cabe diálogo con ello.
Sea como sea, uno de los mejores recursos que tenemos las personas para lidiar con la inseguridad, el peligro y la menaza que impone la impredecibilidad del mundo, es hacernos cargo de nuestra propia historia, a saber, sentirnos los protagonistas del relato que estamos escribiendo. Un protagonista, como veremos, puede modificar a voluntad los acontecimientos.
Cuando una o uno se siente protagonista —un actor principal que también es el guionista de su película—, también suele sentir que cuenta con recursos de sobra para enfrentar las aventuras, monstruos o retos que le deparen los acontecimientos. No es una sensación realista, porque siempre puede haber eventos o catástrofes que comprometan la salud mental o la vida; pero necesitamos vivir en esa falacia para soportar la realidad con la crueldad que implica: nuestros padres van a enfermar, nosotros vamos a morir y nuestras hijas e hijos pueden cascar en cualquier momento.
Quizás éste sea uno de los dramas nucleares de la existencia humana: necesitamos vivir una mentira para tener una vida que podamos tolerar y, con suerte, nos parezca, a ratitos, un poquito plena. Pero, si algo me perturba de esta idea, es que construirse esa mentira y en esa mentira es una de las formas más “maduras” y “adultas” de situarse frente a los peligros y problemas.
Porque, ¿se os ocurre un paso más en la digievolución de de nuestra afectividad e intelecto?
A mí no, de momento.
Por eso me jode tanto la actitud de algunas y algunos profesionales, que entienden la madurez como el mero resultado del intelecto. Un intelecto separado o más bien disociado de las emociones, que presupone que las personas actúan bien cuando lo hacen de manera racional, sin interferencias afectivas de ningún tipo.
Los servicios sociales están tomados por esta plaga, que horada y deforma las instituciones, pidiendo tácita pero taxativamente a las personas que sufren que prescindan de lo que les hace más humanos: la mentira que han elaborado para protegerse de un mundo que les lanza más y más amenazas y peligros. Mentiras que, como las nuestras, forman parte de la realidad y cobren multitud de necesidades, cuando el sentido de agencia —esa sensación de protagonismo— no se ha podido construir, al no existir facilidades suficientes por parte del entorno.
Como profesionales y como personas, abracemos la irracionalidad que implica lidiar con el caos y la crueldad del mundo.
Acojámosla con cariño.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
