Identificar los refugios del alumnado: algo urgente 

[…] Y la pregunta que debería hacerse la escuela —y nosotras y nosotros como profesionales de estos servicios sociales que, cada vez, son menos servicios y menos sociales—, en consecuencia, no es cómo construir espacios seguros, sino como identificar y respetar los refugios seguros que sirven a las alumnas y alumnos, para no cuestionar los únicos mecanismos de regulación en los que pueden confiar llegado el momento. […] 

Fue una de las mejores conferencias a las que he asistido en mi vida, ágil, divertida y estimulante para el pensamiento. Un verdadero prodigio de la oratoria. Pero erró el tiro.  

Vamos, que apuntó a un buitre y le dio en tol ojete a una paloma.  

Nunca he sido público fácil. Cuando alguien se sube a un atril y exhibe su saber y sus títulos, me pongo en modo defensa. Habrá quien diga que sufro de un trastorno oposicionista desafiante o que, sencillamente, soy gilipollas, pero la realidad es que, por muy catedrático en psicología que seas, ten por seguro que no me la vas a colar a la primera.  

Igual a la tercera o cuarta y con un poco de vaselina sí; pero no a la primera.  

Para que nos entendamos, el pavo ponía en duda la idea, tan extendida en los centros escolares —y en otros espacios socioeducativos— de que los entornos convivenciales deben ser “lugares seguros”, argumentando que quizás —digo “quizás” porque lo hizo con bastante cuidado— la resiliencia se construye en relación con la adversidad, y no en espacios adaptados a las necesidades de los cerebros en desarrollo.  

¿Lo he dicho bien? Yo qué sé; es con lo que me quedé, e igual otra persona haya pensado otra cosa.  

En parte, estoy de acuerdo con la premisa. Necesitamos retos para sentir que somos capaces de enfrentarlos. Es de primero de carrera, ¿no? Pero con lo que no puedo comulgar, ni ahora ni nunca —y fue una idea que se repitió tácitamente en un montón de ocasiones en el congreso— es con la idea de que las personas podemos ofrecer a otras y otros “refugios seguros”.  

¿Comorrrrlll? 

Lo digo, porque es una idea muy extendida. En plan, vamos a crear las condiciones en el aula, el centro residencial, en los profesionales, en la familia, para que esos espacios se conformen como refugios suficientemente seguros. Pues déjame que te diga que la vaina no funciona así, entre otras cosas, porque las personas tenemos escasa flexibilidad para elegir esos “refugios seguros” que puedan servir como “base” o “puerto” para explorar el territorio exterior, intrapersonal, interpersonal, o todos juntos.  

Y si nosotras y nosotros tenemos poco margen de maniobra para elegir, coño, menos tienen los demás para proponernos o imponernos que una determinada movida nos haga sentir más seguros.  

Un refugio puede ser un espacio, es verdad, pero también puede ser una relación, una actividad, un objeto, el consumo de determinada sustancia, o casi cualquier cosa que te puedas imaginar, sea buena o mala para la salud física o mental de la persona. Porque lo que define a un refugio seguro es ser la cosa en la que confía la persona para regularse mejor, en los términos que ELLA PUEDA. Porque no todos somos hijas e hijos de familias que viven en los mundos de Yupi; y algunas y algunos hemos tenido que regularnos como hemos podido, con las mierdas que nos hemos ido encontrando.  

Pero, claro, lo chungo, lo verdaderamente chungo, llega cuando uno no tiene acceso a su refugio seguro. Lo hemos visto en la pandemia, cuando a la peña le ha faltado el deporte, el bar, o el café con las amigas. Han emergido cuadros de ansiedad a patadas. Y, ¿qué es la ansiedad? Pues algo parecido a cagarte de miedo todo el rato porque uno no tiene acceso a sus espacios seguros.  

Un refugio seguro no se crea, sino que se encuentra.  

Igual lo repito.  

No se crea, sino que se ENCUENTRA.  

Y la pregunta que debería hacerse la escuela —y nosotras y nosotros como profesionales de estos servicios sociales que, cada vez, son menos servicios y menos sociales—, no es cómo construir espacios seguros, sino como IDENTIFICAR y RESPETAR los refugios seguros que sirven a las alumnas y alumnos, para no cuestionar los únicos mecanismos de regulación en los que pueden confiar llegado el momento. Aunque desde nuestra perspectiva egocéntrica y adultista valoremos que huelen a culo.  

¿Se ve? 

Coño, no es tan difícil.  

Piensa en lo que pasa cuando a una niña o un niño le falla su círculo de seguridad y su cuidadora o cuidador principal deja de estar disponible en esos momentos. Te lo digo yo: después de un buen pollo, tratará de aferrarse a otra cosa, sea lo que sea, que le conecte con cierta calma o tranquilidad, como puede ser un objeto transicional o cualquier otra mierda. Y, si la situación se repite, correrá de nuevo hacia esa cosa —no otra— que le demostró en su momento cierta propiedad mágica que le ayuda a calmarse. Pero, si no hay nada a lo que recurrir, porque el entorno es chungo, peligroso, o las figuras adultas no entienden nada de la vida, disociación al canto.  

Pues nosotras y nosotros, ya mayorcitos y con pelacos en los bajos, funcionamos parecido. Prácticamente igual, cojones. Porque estas cosas están relacionadas con aspectos de nuestro funcionamiento en los que la voluntad interviene, pero poco.  

Sin ir más lejos, para mí, en mi adolescencia, uno de mis lugares seguros —prácticamente el único— fue nadar como un poseído, sin faltar, un mínimo de 150 largos cada día. Necesitaba cansarme para regular la angustia; pero también sentir que, en algo, en cualquier mierda, era bueno, porque el mundo me devolvía que no valía para nada. Así que, cuando alguien me decía chorradas como que “nadaba mucho” o que “estaba adelgazando demasiado”, no podía verlo como una preocupación o un consejo legítimos, sino como un ataque insensible y violento a algo esencial de mi vida.  

Y esto, amigas y amigos, explica gran parte de los secuestros emocionales que vemos en la infancia y la adolescencia. A saber, esas reacciones desmedidas ante palabras o gestos que, para nosotras y nosotros, significan prácticamente nada. Pero, para ellas y ellos lo significan todo, porque están defendiendo su mundo.  

Creo, firmemente, que una educación emocional es necesaria pero insuficiente. Es urgente introducir una EDUCACIÓN TERAPEUTICA en las escuelas. Esto es, entre otras cosas, comprender que la salud mental se construye como un proceso de securización autoguiado, en el que las y los acompañantes, mentores, tutores, o como queráis llamarlos, tienen como primer objetivo respetar los recursos que NATURALMENTE SIRVEN al alumnado.  

Porque en eso cateamos del tirón. De muy deficiente para abajo.  

Pero, ¿cómo detectar esos lugares seguros en las aulas? 

Fijo que es mazo chungo.  

Pues no, sólo necesitas lápiz y papel y pensar en cada niña, niño o adolescente un rato. Eso es, obsérvala u obsérvalo unos días y trata de identificar dónde está bien, qué estímulos le llevan a hacer esas transiciones hacia una mayor seguridad. Cuando los veas todos sobre el papel, puedes empezar a formular hipótesis. Hipótesis que puedes compartir con ellos en tutoría bajo la premisa que estás buscando que aspectos de su vida vas a respetar, aunque caiga un maldito meteorito y destruya el planeta tierra.  

Verás qué cara te ponen.  

Verás qué alivio.  

Para ambos.  

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Lecturas relacionadas:  

BERASTEGI, A. y PITILLAS, C. (2018). Primera alianza: fortalecer y reparar los vínculos tempranos. Barcelona: Gedisa 

MARTINEZ DE MANDOJANA, I. (2017). Profesionales portadores de oxitocina. Los buenos tratos profesionales. Madrid: El Hilo Ediciones. 

WALLIN, D. (2012). El apego en psicoterapia. Bilbao: Descleé de Brouwer 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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