El padre moribundo y el lobo negro

[…] Al principio, la policía se mostró reacia a intervenir, pero, al escuchar el llanto y el sufrimiento de la niña al otro lado del teléfono, intuyeron que algo iba mal y decidieron hacer una pasada. Una vez allí, consultaron con los mandos y, con su autorización, forzaron la puerta. […]

Si hay algo peor que encontrarte a tu padre moribundo, es haberte demorado en ello.  

La madre y el padre de Sofía estaban divorciados, y ambos habían rehecho su vida. Sofía vivía con su madre y tenía buena relación con ella; pero también quería mucho a su padre, que se desvivía por ella. Sin embargo, la relación entre ambos progenitores no era buena. Ambos se reprochaban constantemente hacer mal las cosas con la niña, porque sus actitudes y criterios educativos eran radicalmente diferentes.  

Sofía convivía con esta situación como podía. A ratos bien, hastiada, rabiosa, etc. Ya sabes, como se sobrellevan estas cosas. Pero, si había encontrado una solución que le servía, era obviar en casa de uno lo que pasaba en casa del otro. Así se garantizaba que lo que pudiera decir no se utilizara como arma arrojadiza entre enemigos.  

Como os he contado, Sofía tenía una buena relación con su padre. Le veía todos los días porque vivía en un piso cercano a ella. Pero, esa mañana, el padre no respondió a sus llamadas. Ella se preocupó, pero no dijo ni palabra, tirando para el cole como si no pasara nada.  

A la tarde, su padre seguía sin contestar al teléfono. Le llamó, le escribió, pero no hubo ninguna respuesta al otro lado. Pensó, en varias ocasiones, contárselo a su madre, pero no quería tener que escuchar que dijera de él, como otras veces, que era un maldito irresponsable. Así que dejó pasar el tiempo, angustiada por la duda entre contarlo o dejar pasar el rato.  

Esa noche, la niña se despertó llorando. Había tenido una pesadilla horrorosa. Entre lágrimas, pudo decir a su madre lo preocupada que estaba por su padre. La madre, viendo el sufrimiento de su hija, puso en valor sus palabras, y ambas acudieron en plena noche a tocar el timbre del padre. Al no haber respuesta, la niña tuvo otra crisis de pánico, suplicando a su madre que llamara a la policía.  

Al principio, la policía se mostró reacia a intervenir, pero, al escuchar el llanto y el sufrimiento de la niña al otro lado del teléfono, intuyeron que algo iba mal y decidieron hacer una pasada. Una vez allí, consultaron con los mandos y, con su autorización, forzaron la puerta.  

El escenario en la casa era desolador. El padre de Sofía estaba tirado en el suelo, casi desnudo, en un charco de sangre. Se había orinado y defecado encima, y estaba completamente inconsciente. La niña vio como uno de los agentes le hacía un primer reconocimiento, confirmando que estaba vivo, y dando aviso a la ambulancia.  

Al llegar los sanitarios, le dieron los primeros auxilios y comentaron, delante de la niña, que el hombre había estado, al menos, 24 horas en ese estado. Y que, si hubieran llegado tan sólo unos minutos más tarde, estaría muerto.  

Esa noche, la niña la pasó en vela. En un estado catatónico, en el que la realidad y las pesadillas se fundían dentro de su cabeza. Y, al despuntar el alba, su madre la mandó al colegio, entendiendo que necesitaba retomar su vida habitual para recuperar la normalidad.  

Pero algo había quedado atrapado en su cuerpo. Una niebla cris que le nublaba la mente. Una niebla que se hizo humo denso y negro cuando recibió las primeras noticias del hospital: su padre seguía muy grave, había sufrido daño neurológico y, quizás, nunca más iba a ser el mismo de antes.  

En ese estado de colapso nervioso, Sofía sólo podía sentir desesperanza. Es decir, la sensación de que nada podía cambiar por mucho que se lo propusiera. Y fue ese estado nervioso lo que le llevó a conectar con sólo una parte de la historia, a saber, que ella había sido la responsable del daño que había recibido su padre, al intuir que estaba en apuros y no haber hecho nada al respecto.  

Suerte que la orientadora de la escuela estaba al tanto de lo que había pasado y tenía ciertas nociones acerca de la teoría polivagal y del trauma. Reunió a toda su familia —bueno, al menos a los más cercanos— y les explicó que, en esas condiciones, lo previsible es que la niña se hubiera quedado con una terrible sensación de culpa. Una culpa que no se podía ir con explicaciones, y que podía interferir en el duelo que tenía que transitar: despedirse del padre que tuvo, para abrazar a este nuevo (y más limitado) padre.  

Así que tuvo varias sesiones con todos ellos, quienes, a pesar de sus diferencias, querían hacer lo posible por la niña. Y les explicó que, en esas condiciones, la niña no podía aceptar el relato alternativo que también era real, esto es, que fue GRACIAS A ELLA que su padre estaba vivo. Así que les orientó para que vieran las pequeñas transiciones de estado en las que la niña pasaba del colapso, a la rabia, al miedo o a la tristeza. Y les indicó, con mucho cuidado, que esos eran momentos excelentes para que la niña pudiera explorar las alternativas a esa primera historia. Porque sólo podría integrar la información que fuera coherente con su estado de ánimo.  

La familia se puso las pilas. Y, durante un episodio de llanto, la madre puedo decir a su hija, emocionándose, que la culpa, en realidad, había sido de ella, porque, al atacar al padre en presencia de la pequeña, le había coartado la posibilidad de expresar su preocupación y su angustia. A fin de cuentas, ese sufrimiento que la niña padeció hasta romperse por la noche, no era otra cosa que un intento fallido de proteger a su progenitor, en un entorno adulto que lo impedía. 

Pudieron hablar de ese impulso, y de lo que significaba para Sofía. La niña dijo —de manera muy gráfica— que era como un lobo salvaje que intentaba romper la jaula. Un lobo que, al salir, pudo ir en busca de su manada, protegiéndola con uñas y dientes ante el mundo entero.  

A fecha de hoy, Sofía sigue manteniendo una buena relación con su padre, que se recupera, poco a poco, de sus lesiones. Es verdad que no es el mismo hombre de antes, pero su relación no ha cambiado demasiado. Ella sigue sintiéndose la niña de sus ojos, y él es capaz de expresar, también, como puede, su agradecimiento por salvarle la vida, a pesar de tenerlo todo en contra.  

No es una historia feliz, pero es la mejor de las historias dado el presupuesto.  

A fin de cuentas, no está mal sentir ese lobo dentro.  


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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