[…] Si empujan a la niña o niño a enfrentar sus miedos, pueden causarle un tremendo sufrimiento porque para la niña o el niño el objeto identificado como terrorífico se siente como una amenaza vital. Pero, si por el contrario, las madres y los padres optan por protegerlo ante esos miedos aparentemente irracionales, estarían reforzando la idea claramente irracional que la peque o el peque tiene de ese objeto como algo terrible, dañino o peligroso, yendo en contra del criterio de realidad. […]
Lo sé, es muy difícil de gestionar, pero relativamente fácil de entender.
Cuando una niña o niño es expuesto a una amenaza —ya sabes, llamamos amenaza a un peligro que se siente como vital, ante la que una persona siente que no se puede proteger—, suele desencadenarse un reflejo vagal-dorsal. El peque se queda paralizado, colapsa o, en el peor de los casos, se desmaya, dejándole el regusto de que no ha sido capaz de protegerse y que, por lo tanto, es peor o menos válido que los demás.
En estas condiciones, es complicado que las figuras adultas nos percatemos de lo que está sufriendo a nivel interior. Solemos interpretar ese colapso como apatía, vagancia, despiste, o lo que sea, pero es muy complicado que empaticemos con el revoltijo y la desorganización que se está produciendo en su interior.
Esta falta de atención ante la sensación de amenaza —abandono a su suerte— o una respuesta inadecuada —por ejemplo, reñir, avergonzar, agredir, apartar, rechazar, etc.— es lo que define y puede instaurar los procesos de disociación: si he sido expuesto a una amenaza vital y nadie me ha podido proteger, el mundo es un lugar peligroso y las relaciones se convierten en algo en lo que no puedo confiar, pero, por otro lado, es necesario que continúe con mi vida, siendo más o menos funcional.
No es extraño que, ante este conflicto de misiones incompatibles —necesito seguir protegiéndome y ser funcional—, la niña o el niño trate de apartar el sufrimiento y encapsularlo en una cajita negra de su cerebro, para no sentirlo y mantenerlo a raya, sin que le estorbe demasiado en el día a día que le toca vivir.
Esta solución funciona. La niña o el niño vulnerado logra dar cierta apariencia de normalidad y vivir con una aparente regulación emocional. Pero, en su cuerpo sigue atrapado ese miedo, porque se emergió repentinamente y sigue transmitiendo el mensaje de que el peligro puede reaparecer en cualquier momento. Pero, ahora, es un miedo corporal, separado de de una experiencia consciente que se siente como peligroso o abrumador evocar.
Es entonces cuando emergen o comienzan a aparecer los primeros síntomas. Al principio, muy probablemente en forma de miedos o terrores repentinos y aparentemente infundados: a las puertas que se cierran, a un peluche que hasta ahora era muy querido, e incluso a estar con personas con quienes hasta la fecha había podido estar a gusto y bien.
También es más que probable que estos miedos se reflejen en forma de pesadillas o terrores nocturnos, cuando afloja el control consciente, y los sueños se organizan en torno a las sensaciones de miedo y angustia quedaron bloqueadas en su momento, sin un lugar al que ir.
El problema es que, al emerger esta sintomatología, las madres y los padres —en general, todo el entorno— comienzan a interactuar en torno a estos síntomas que les preocupan, haciendo lo posible para tratar de ayudar a la niña o niño para que deje de sufrir. Pero, aunque ellas y ellos no lo saben, es una batalla condenada al fracaso, que les expone a un dilema imposible de resolver. Si empujan a la niña o niño a enfrentar sus miedos pueden causarle un tremendo sufrimiento, porque para la niña o el niño el objeto identificado como terrorífico se siente como una amenaza vital. Pero, si, por el contrario, las madres y los padres optan por protegerlo ante esos miedos aparentemente irracionales, estarían reforzando la idea claramente irracional que la peque o el peque tiene de ese objeto como algo terrible, dañino o peligroso, yendo en contra del criterio de realidad.
No es extraño que las madres y los padres expuestos a este dilema se angustien un montón, y no sepan cómo gestionar la situación. Y esto último, es lo que es verdaderamente peligroso: la impotencia y la desesperanza sentida por parte de las figuras de apego, que comunica a la niña o el niño que está indefenso ante el peligro sentido, cerrándose el ciclo de retraumatización: “si antes era vulnerable porque no me podía proteger, ahora soy más ridículo si cabe, porque ni siquiera me puedo proteger de algo que es inocuo para todo el mundo. Qué horror.”
Sin embargo, esta impotencia y desesperanza aparentes son sólo una ilusión. Si entendemos que los miedos irracionales que una niña o un niño padece están relacionados con el trauma y la experiencia somática protectora que éste provoca, podemos empezar a confiar en que, a pesar de todos los intentos fallidos, podemos hacer algo por ella o por él.
Y ese tipo de ayuda no necesariamente pasar por revivir la experiencia traumática —el recuerdo puede estar en un lugar de difícil acceso— sino con ayudar a ese cuerpo para que primero tolere las sensaciones que le abruman y, más tarde, pueda acompañarlas en su camino hasta que obtengan la atención y el cuidado que necesitan. Justo lo que las figuras adultas no pudieron o no supieron darle cuando se produjo la sensación de amenaza y el sistema nervioso autónomo se apagó.
Es verdad, a menudo hace falta ayuda especializada. Pero, en buenas manos, el cuerpo puede conectar con la confianza y el alivio que merece y que, en un momento determinado de la historia, el mundo le negó.
¿Lo he explicado bien?
Referencias:
DANA, D. (2019). La teoría polivagal en terapia. Cómo unirse al ritmo de la regulación. Barcelona: Eleftheria
GONZÁLEZ, A. (2017). No soy yo. Entendiendo el trauma complejo, el apego, y la disociación: una guía para pacientes y profesionales. Editado por Amazon
GONZÁLEZ, A (2021). Las cicatrices no duelen. Cómo sanar nuestras heridas y deshacer los nudos emocionales. Bilbao: Planeta
SILBERG, J.S. (2019). El niño superviviente: curar el trauma del desarrollo y la disociación. Bilbao: Desclée de Brouwer
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
