Familias malditas: la transmisión intergeneracional de la delincuencia 

[…] En este punto, la tentación está puesta en bandeja. Porque, de alguna manera, esa niña o ese niño tiene más que claro qué debe hacer para ir en contra de sus mayores y, a la vez, seguir perteneciendo al único sistema en el que puede sentir pertenencia y seguridad: repetir los patrones que, en su día, siguieron su padre y su madre, con el añadido, además, de que desde su lugar no se perciben como peligrosos gracias a la narrativa familiar que explica como ellos estuvieron en riesgo, pero salieron adelante. […] 

¿Lo ves? 

Hay familias en las que parece haber recaído una maldición. Un mal de ojo terrible que parece afectar a diferentes generaciones: cuento más se esfuerzan los jóvenes en diferenciarse, más repiten los patrones de sus mayores.  

¿Cómo ocurre esto? 

Imagino que hay muchas explicaciones posibles, pero, para mí, hay una que me parece especialmente interesante porque explica cómo se transmite algo tan grave y peligroso como la delincuencia.  

Si te fijas, suelen ser familias en las que los progenitores han llevado una “mala vida”, es decir, una vida rebelde (consumos de estupefacientes, escapadas del domicilio, delincuencia, absentismo escolar, etc.), pero de la que consiguieron redimirse, encauzándose finalmente por el buen camino.

Y es que determinadas vidas no se pueden mantener en el tiempo por riesgo de muerte.  

Es posible que estas madres y estos padres —que no es extraño que se conozcan en turbias circunstancias— provengan de familias autoritarias, o en las que, en algún momento, han sufrido esta forma dictatorial de tratar de controlar su comportamiento, cosa hasta cierto punto comprensible debido al riesgo grave en que han puesto su salud y hasta su vida. Pero, en sus intentos de diferenciación (“no soy como tú, soy competente en mi camino y a mi manera”) son conscientes de haber provocado un serio daño a las figuras que más los querían.  

Las familias autoritarias se caracterizan por un patrón en el que hay una figura que sabe lo que es bueno y, por eso, ordena y manda. Las niñas y niños que viven en esas condiciones suelen llevar una doble vida para, así, satisfacer a sus mayores y también sus propias necesidades.  

«Mis padres sólo se han preocupado por mí, y mira qué disgustos les he dado.» 

Esta culpa, que a todas luces se trasluce en la frase de arriba, llega para cumplir una función: permitir la conexión entre dos necesidades o misiones aparentemente incompatibles, a saber, seguir perteneciendo al espacio que puede ofrecer seguridad (la familia) y diferenciarse de los mayores de manera efectiva.  

«Voy a mi pedo, pero no rechazo mi refugio seguro.» 

«Quizás algún día consiga ser como ellos, pero a mi manera.» 

Pero esa culpa, también, tiene un reverso tenebroso. Una sombra que aparece de manera inesperada especialmente si le pasa algo muy malo al padre o a la madre, como, por ejemplo, una enfermedad grave o la muerte. De ser así, es probable que el chaval o la chavala no se despida bien —«no voy a perturbarle en sus últimos días»— y no pueda transitar efectivamente un duelo, refugiándose más si cabe en la evitación, muchas veces asistida por sustancias.  

Pero también es posible que esa culpa —bien bañada de vergüenza— también sea el acicate que ayude a estas personas a dar un paso adelante y dejar la mala vida cuando acontece un embarazo. Es como si toda la energía se pusiera a disposición de no cometer los errores que cometieron sus mayores, en base al mito de armonía: “a mí no me va a pasar, porque no soy como ellos”. Un mito en torno al cual se organiza la infancia de la niña o del niño que, mientras es pequeñito, claro, cumple con las expectativas que se le han impuesto.  

El problema sobreviene cuando esa niña o ese niño llega a la adolescencia y, por tanto, emergen las necesidades de diferenciación propias de esa fase de la vida: “necesito ser yo y, para eso, tengo que ir en contra y rechazar la imposición implícita familiar, ya sabes, para cumplir y no hacernos daño debes llevar una buena vida”.  

En este punto, la tentación está puesta en bandeja. Porque, de alguna manera, esa niña o ese niño tiene más que claro qué debe hacer para ir en contra de sus mayores y, a la vez, seguir perteneciendo al único sistema en el que puede sentir pertenencia y seguridad: repetir los patrones que, en su día, siguieron su padre y su madre, con el añadido, además, de que desde su lugar no se perciben como peligrosos gracias a la narrativa familiar que explica como ellos estuvieron en riesgo, pero salieron adelante.  

Empieza entonces el adolescente o la adolescente a hacer lo mismo que hacían sus mayores. Se escapa, no va a clase, trapichea y lleva a cabo pequeños actos delictivos. Pero, claro, esto es insoportable para una madre y un padre marcados por la herida que dejaron en sus seres queridos.  

«Murió sin saber en qué me he convertido.» 

O lo que es peor, «fueron los disgustos que yo le di lo que desencadenó su enfermedad o la mató.» 

Y el lógico desenlace: «y a nosotros nos está pasando lo mismo.» 

En estos momentos, las respuestas de los progenitores ya son desproporcionadas. En estos niveles de sufrimiento, no pueden conectar con las necesidades de fondo en el comportamiento de sus hijos, y por muy hippies o punkis que sean, sólo pueden confiar en respuestas similares a las que sus propios progenitores tuvieron con ellas o ellos: autoritarias, orientadas a controlar al adolescente díscolo y meterlo en cintura.  

Se inicia así, la escalada. Cuanto más intenta diferenciarse la adolescente o el adolescente, más autoritarios se pone su madre y su padre, con el añadido de que puede haber serias discrepancias en ellos (o entre ellos) a la hora de imponer la disciplina, porque ni ellos mismos se aclaran: a ratos quieren ser los padres que no tuvieron, sabios, fuertes y amables; y a ratos sólo pueden reaccionar desde la imposición, el control y el castigo, lo que genera, si cabe más desconfianza, porque nadie puede organizarse en esta discrepancia de criterios.  

No es extraño que el chaval o la chavala reciba entonces un mensaje implícito pero muy claro: “no seres suficientemente buena o bueno, porque nos haces daño”. Un mensaje que se va a grabar en su sistema nervioso a fuego, y que va a condicionar la respuesta siguiente: escapar de casa y tratar de ser competente en la maldad que, sin querer, sus propios progenitores le han impuesto.  

Esta respuesta defensiva, lógica en ese contexto, suele ser interpretada por la familia (nuclear y extensa) como desafección o incluso psicopatía, cosa que se agrava cuando las familias piden ayuda y reciben diagnósticos del tipo: trastorno antisocial de la personalidad o trastorno oposicionista desafiante, que describen muy bien el comportamiento de la chica o el chico, pero que no explican nada, ni sirven para ir hacia ninguna parte. Y que, en muchas ocasiones, responden a esa tendencia que tenemos las y los profesionales a coincidir con el criterio de las familias, a costa de las necesidades de la infancia.  

Llegados a este punto, es cuando nos suelen llegar estas familias a los servicios sociales especializados. Muy tarde, y muy trilladas por el peloteo entre profesionales, cosa que nos dificulta sustancialmente el trabajo porque, ¿cómo van a confiar en mí para ir a ninguna parte, si lo han intentado todo y han fracasado? 

La puta impotencia y la maldita desesperanza: el trauma.  

Además, nuestra tendencia es a interactuar con las familias en torno al síntoma —ya sabes, las que está liando la chavala o el chaval, al que hay que parar sea como sea—, obviando los elementos que ponen en común la experiencia de padres e hijos, y que pueden ayudar a acercar posturas de una manera mentalizadora, es decir, más empática, curiosa y comprensiva. A fin de cuentas, no son tan diferentes los problemas que han tenido que enfrentar y las motivaciones de unos y de otros para hacer casi exactamente lo mismo.  

A fin de cuentas, el gran problema a resolver no es el que parece, sino como compaginar el amor que se tiene a los seres queridos y la necesidad de permanecer junto a ellos, sintiendo de cerca la seguridad que ofrecen, y la necesidad vital —sí, también vital— de ser una o uno mismo.  

No es un ataque del diablo, sino un reto formidable.  

¿Puedes verlo? 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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