La Sirenita: después del beso final 

[…] En este momento, ambos ganaban. Él tenía una pareja estupenda, simpática, guapa, amable; y ella estaba enamorada, había cambiado de vida y comenzaba a tener sueños y aspiraciones que jamás había pensado que podría llegar a tener. […]

Suena a tópico, lo sé. Rollo la peli de La Sirenita.  Pero, a veces, estas narrativas se convierten en realidad, y pueden dar lugar a dificultades complejas y muy difíciles de resolver.  

Ay, La Sirenita… la madre que la parió.  

Roberto y Mihaela se conocieron en Rumanía. Él era un empresario de éxito en viaje de negocios, y ella una chica pobre, campesina, pero muy elegante y muy guapa. Un pivón. Se conocieron en una noche de juerga, se entendieron bien a pesar de las dificultades del idioma —él chapurreaba rumano y ella se defendía con el castellano—, y comenzaron una relación.  

Llegados a determinado punto, Roberto le pidió a Mihaela que se fuera a vivir con él a España. Ella aceptó encantada. Estaba enamorada, las cosas le iban bien con su pareja y era una oportunidad estupenda para escapar de la pobreza y comenzar la vida de “princesa” que siempre había deseado tener.  

En este momento, ambos ganaban. Él tenía una pareja estupenda, simpática, guapa, amable; y ella estaba enamorada, había cambiado de vida y comenzaba a tener sueños y aspiraciones que jamás había pensado que podría llegar a tener.  

Sin embargo, confundidos en su amor, la pareja no se percató de que su relación —perfecta desde la óptica subjetiva que impone el amor— se basaba en la desigualdad. En la desigualdad económica y de poder. Porque, para ambos, el dinero era un valor prioritario. Para él porque se había criado en una familia marcadamente empresarial, donde el valor de las personas se mide según su capacidad económica y, para ella, porque en su pobreza y en las humillaciones que había sufrido, había interiorizado, también, que es el dinero lo que permite atribuir a las personas valor.  

Pero, en la pareja, él tenía el dinero y ella la belleza y la simpatía. En consecuencia, él era el válido, el productivo, el eficaz; y ella la inválida, la dependiente y la que, por tanto, debía plegarse al criterio de Roberto.  

Con sus más y sus menos, la pareja enfrentó sus dificultades de manera satisfactoria para ambos. Pero, entonces, Mihaela dio a luz a su hija Nadia, y el precario equilibrio del que disfrutaba la pareja se rompió.  

Ella venía de un entorno tradicional, en el que el valor de las mujeres se mide por su capacidad para criar, cuidar y educar a sus hijos en los valores de siempre; pero Roberto, un hombre del “primer mundo”, liberal, no podía comulgar con esta forma de ser madre, entre otras cosas, porque no cuadraba con lo que su familia o amigos esperaban de él.  

Sin embargo, él es el que tenía el poder. La vida entera de ella dependía de plegarse a su voluntad. La alternativa era quedarse romper la relación y quedarse sola en la calle, sin red de apoyo, malviviendo, o regresar fracasada a su país de origen dejando a la niña aquí.  Así que optó por plegarse a las necesidades de su marido, no tanto porque estuviera de acuerdo, sino para sobrevivir.  

Como habréis imaginado, esta situación lleva a la pareja a enormes cotas de malestar. Pero —esto es importante— el foco de sus discusiones se ha trasladado desde el desequilibrio de poder, que es el problema originario, a las desavenencias por la educación y la crianza de su hija, que sólo son un síntoma de que algo va mal. Y como siempre pasa con los síntomas, cuando ocupan toda nuestra atención solemos desatender los problemas de base, perpetuando el malestar.  

La pareja se enfrenta, así, en sucesivas peleas por cómo hacer las cosas con la niña. Peleas que, claro, siempre acaba ganando él no sólo porque es considerado el fuerte y el eficaz, sino porque tiene la sartén por el mango en términos de poder. Y ella, día tras día, se va haciendo pequeñita, y sintiéndose menos digna como mujer y menos protagonista como madre, hasta que ya no puede más.  

Entonces, ocurre lo que suele pasar en estos casos: Mihaela desarrolla un síntoma que cumple con la función de satisfacer sus necesidades más básicas, al menos, de manera provisional. Desarrolla síntomas graves de enfermedad mental. Un cuadro ansioso-depresivo con ideación suicida, algo que alerta a su pareja y a todo el mundo alrededor de ella, que es imposible obviar, y que comunica, o pretende comunicar, tres cosas a su marido: “me estás volviendo loca” (cuadro ansioso), “me haces pequeñita” (cuadro depresivo) y “no puedo más” (ideación suicida e intentos autolíticos). Cosas que no se pueden hacer expresas en el contexto de su relación porque haría peligrar el matrimonio que ha dejado de ser refugio seguro o palacio, para convertirse en una tabla salvavidas de la que no se puede prescindir.  

El síntoma separa a la pareja. Él no entiende lo que le pasa a ella, y le atribuye características personales que le predisponen a una enfermedad mental. Y ella se encierra en su cuarto, a lidiar con las olas y el mareo, en esa balsa inestable e incómoda en la que se ha convertido su hogar.  

Pero, de alguna manera, el síntoma también cumple con su función. Porque, al estar separados en una misma vivienda, la niña distribuye su tiempo entre ambos progenitores. Y ahora, el menos, ella puede ejercer como madre desde su criterio, porque él tiene miedo a contradecirla y empujarla más abajo en el abismo. La deja en paz, cediendo importantes cotas de poder.  

Pero, por otro lado, se establece una dinámica caracterizada por la víctima y el salvador. Aunque él tiende a dejarla en paz para no empeorar las cosas, hay momentos en los que ella necesita contención o ayuda, y él aparece justo desde el mismo rol que tanto daño le ha causado a ella: desde el eficiente y perfecto salvador. Pero, amparada por su síntoma, ella permite ciertos cuidados, pero no que resuelva su verdadero malestar, porque vuelve a recaer.  

Quien era competente, ya no lo es.  

Se equiparán, así, las cotas de poder de la pareja, pero en la incompetencia, en vez de en la competencia en la que ambos quisieran y necesitan verse reconocidos. Una incompetencia que se asemeja en gran medida a la desesperanza, a la impotencia que impone la creencia de que nada puede cambiar Una creencia en la que la pareja se mantiene durante años, mientras la niña va creciendo, eligiendo instintivamente al progenitor que está mejor, es decir, al padre salvador. Esto empeora más si cabe la situación, porque esta madre destrozada anímicamente, que ha visto decaer su dignidad y a la que no se le ha permitido ser protagonista ni de su maternidad, ni de su vida, ve como decae la relación con su hija, recibiendo el mensaje de que tampoco puede tener éxito en la única cosa en que confiaba que pudiera otorgarle algo de valor: ser una buena madre en quien su hija confíe, y con quien quera estar.  

¿Qué le queda a esta mujer ahora? 

¿Qué se puede hacer aquí? 

Seguramente muchas cosas. Pero a lo que apostaría como profesional es a ir a las raíces del problema —no me gusta nada llamarlas “causas” porque el término sugiere una lógica lineal—, a saber, a la desigualdad de poder. Es decir, hablar con ambas partes para, poco a poco, sin prisa, pero sin pausa, que puedan equipararse no desde la incompetencia, sino desde la capacidad.  

Creo que es algo que se puede hacer, porque el conflicto entre ambos no parte de la maldad o la incapacidad, sino de las circunstancias en las que se ha configurado la relación entre ambos, y de las consecuencias sistémicas que estas han podido, y podido, y podido, y podido, tener, en diferentes niveles de profundidad y complejidad.  

Ojo con lo que Disney no nos cuenta tras ese besito tan tierno.  

¿Se ve? 


* Todos los casos de este blog son ficticios, pero basados en intervenciones reales.


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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