[…] Pero no es extraño que, si atendemos a la culpa y la escuchamos durante un buen rato, demos con una profunda tristeza. Es decir, con un sentimiento de pérdida asociado a algo que para nosotros era o es muy importante. […]
«No te machaques, hombre.»
«Hiciste lo que pudiste con los recursos que tenías entonces.»
«De nada sirve culparse por lo que pasó, hay que pasar página.»
«No mires hacia allí, sino a lo que haces bien, anda.»
Hace un par de días escribí sobre una situación en la que intuyo que pude causar daño a mi hija, y el texto se llenó de comentarios de este tipo. No tengo ninguna duda de que eran bienintencionados, y los agradezco, pero os aseguro que no lograron su objetivo.
No es grave. Sabía lo que me iba a encontrar y estaba preparado. Pero dejadme que aproveche esta oportunidad para hablar de la culpa y lo que entiendo que son sus mitos. Porque la culpa atormenta mucho a las personas y rara vez disponemos de los recursos necesarios para transitarla de manera amable.
A fin de cuentas, es una agresión hacia una o uno mismo, ¿verdad? Por eso decimos que “nos machacamos” cuando la sentimos, como si nos diéramos con mazo en la cabeza, o con un látigo en la espalda.
Coño, es normal que no la queramos sentir. Que hagamos esfuerzos —quedaron con esto— para dejarla atrás y pasar a otra cosa; y que invitemos a la peña que nos importa a sacudírsela —me refiero a la culpa, guarretes— y dejarla atrás, como un veneno que entumece los músculos y hace más pesado el camino.
¿Verdad?
Tendemos a ver la culpa como una foto estática. Un señor con un mazo que te hostia sin freno; o una señora que se mete en tu corazón para estrujarlo, recordándote errores que no vas a poder corregir porque están en el pasado.
Pero la culpa, como la mayor parte de las experiencias humanas, tiene un carácter dinámico. Es como una película: se mueve hacia delante, hacia atrás, hacia la izquierda, hacia la derecha, arriba y abajo, en tres o más dimensiones. Y como muchas de nuestras partes protectoras, responde bien cuando le prestamos atención y cuidados, revelando una agenda que a nuestros ojos quedaba oculta y con la que resulta más fácil conectar a un nivel profundo.
Porque, ¿por qué machaca la culpa? ¿qué es lo que necesita? ¿qué pretende?
Cada persona puede tener una experiencia diferente, claro. Esto no es necesariamente válido para todo el mundo. Pero no es extraño que, si atendemos a la culpa y la escuchamos durante un buen rato, demos con una profunda tristeza. Es decir, con un sentimiento de pérdida asociado a algo que para nosotros era o es muy importante.
Por ejemplo, en mi caso, con la idea de ser un padre frágil y vulnerable, a pesar de estar aquí en un púlpito, hablando a la peña de cómo son o tienen que ser las cosas. Con el duelo de tener una hija que es diferente, aunque esa diferencia la haga también una persona maravillosa. Pero, a fin de cuentas, una persona que sufre seguramente-también, por una metedura de pata mía.
Una metedura de pata que no es una sentencia, siempre y cuando pueda hacerme cargo de ella.
Una cura de humildad, lo llaman. Y nos viene bien a todo el mundo.
# La culpa nos expone a una de esas trampas tan frecuentes en las que la solución que nos apetece o nos parece aliviar a corto plazo, empeora las cosas a largo plazo. Me refiero a círculos viciosos que agravan los problemas. #
Estar ahí, justo ahí, en esa tristeza, es lo que nos ayuda a despedirnos de lo que fuimos o creímos ser, y abrazar la realidad, aceptándola en toda su complejidad, desde una responsabilidad afectuosa.
«Te hice daño, cariño. Pero sé que ese daño no es una condena. Ser más sensible que los demás no habla mal de ti, sino que te dota de un motor especialmente potente al que, de momento, no acompaña el chasis ni los frenos. Pero veo, siento, como cada día avanzas en el control que tienes del vehículo. Sabes que me tienes ahí, para disfrutar de cada avance de cerca, como su fuera mío.»
«Gracias, culpa, por empujarme a esto.»
Y esa responsabilidad afectuosa, si os dais cuenta, es justo lo contrario a la culpa que tanto se detesta: a ese hacernos daño a nosotras y nosotros mismos para expiar un pecado que no tiene remedio, pero sin adaptarnos a la nueva realidad a la que hay que hacer frente.
Decimos que la culpa nos agrede, pero quizás sólo quiera llamar nuestra atención para iniciar procesos de duelo importantes. Así que podemos verla, no tanto como el señor del mazo, sino como un duende pequeño y amable que retuerce nuestro corazón para que nos demos un tiempo. Un tiempo para mirar lo que ha pasado y retorcernos de dolor, para dar paso a esa tristeza que —aunque duele— conecta y alivia.
Por eso, no digáis nunca, a nadie, que no debe sentir la culpa. La culpa se siente y se transita. Pero, sobre todo, explorad qué es lo que pasa en vosotras y vosotros cuando atendéis a la culpa y la cuidáis como sabéis cuidaros.
Que yo no soy un gurú de nada. Sólo hablo de mi experiencia.
¿Qué pasa con ella?
¿Cómo se mueve por vuestro cuerpo?
¿En qué se convierte?
¿Qué desea comunicar desde esa forma más cercana y amable?
¿A dónde os ha llevado?
¿Creéis que mereció la pena?
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
