[…] Ven el mundo a través de una especie de realidad aumentada, como el famoso robot contra el que se enfrentan Sarah y John Connor. […] con una capa adicional de información que se superpone en tiempo real, saturando su sistema nervioso y su entendimiento. […]
Hay niñas y niños que por fuera se ven angustiados, enfadados o aparentemente disociados. Como si estuvieran “rumiando” constantemente algo que les estuviera haciendo daño. Si se lo señalas, se suelen enfadar contigo, ratificando tu hipótesis de manera involuntaria; pero posiblemente luego te digan que no es cierto, que están bien y que no les pasa nada. Casi fijo que eso, también, te confirma que estás en lo cierto: “tiene en la cabeza algo horrible, inconfesable”. Y puede que tengas algo de razón, pero sólo en parte.
El trauma se ha convertido en la explicación fácil para todos los sufrimientos de la infancia. Nos decimos “está así porque algo malo le pasó y no ha podido superarlo”, y nos quedamos tan tranquilos, en la ilusión de control, como si todo encajara; pero la realidad es que gran parte del sufrimiento del que adolece la infancia no pasa por un pasado doloroso que no ha podido ser integrado.
No todo sufrimiento pasa por la carencia o el déficit, y eso es complicado para las figuras profesionales en una estructura capitalista, que tiende a patologizar —en dirección hacia su especialidad— para asegurarse las habichuelas.
Por ejemplo, hay niñas y niños que tienen lo que me he atrevido a nombrar como “la Mirada de Terminator”. Como lo oyes. Ven el mundo a través de una especie de realidad aumentada, como el famoso robot contra el que se enfrentan Sarah y John Connor. Observan el mundo a través de sus sentidos, pero con una capa adicional de información que se superpone en tiempo real, saturando su sistema nervioso y su entendimiento. Eso pesa, angustia y agota. Es como si dispusieran de demasiada memoria RAM para unos gigahercios que no se corresponden con la demanda de requerimientos, por lo que, en apariencia, procesan lento.
Lento no, mucho. Y seguramente también profundo.
Tienen que procesar una cantidad de información multinivel mucho mayor que sus compañeras y compañeros porque, donde los segundos ven un balón que hay que meter en una portería o un cesto, ellas y ellos están analizando no sólo cómo lograr pasar la pantalla, sino anticipándose a todos los retos (reales o imaginarios) que implican las múltiples misiones secundarias. Eso no se ve desde fuera. Y éstas son mucho más complejas en la vida real que en los videojuegos.
¿Te lo imaginas?
Esta capa de realidad aumentada —que, en la infancia, resta más que sumar— puede confundirse con problemas de atención o en la función ejecutiva: la chavala se despista, está en su mundo, no responde o funciona con torpeza en un escenario que parece seguro, por lo que no es extraño que reciban mensajes incapacitantes por parte de las figuras adultas circundantes o de su entorno de iguales. Se les dice que no están presentes en la realidad, que están empanadas, cuando en verdad están presentes en un escenario perceptivo sumamente enriquecido, en el que coinciden y dialogan en directo los acontecimientos y un mundo interior tan rico que invade la experiencia inmediata.
Gestionar la atención ante tamaña avalancha de estímulos no es tarea fácil. Ya sabes que el cerebro no distingue entre eventos externos e internos, y que una imagen puede causarnos tanto terror como un depredador que realmente está amenazando nuestra vida. Además, estas niñas y niños, con su alta sensibilidad, aprenden pronto que no es seguro o no va a estar legitimado hablar de su mundo interior, porque les va a costar encontrar interlocutores que validen su experiencia. Si alguna vez lo han hecho, es más que probable que les hayan dicho que flipan, que van de guays o que están locas como una cabra. Aprenden a callar hacia fuera. Y consecuentemente, hacia dentro. Así empiezan a perder —a no ser que hagan magia— el único recurso con el que ordenar ese desastre: el lenguaje que describe, comunica y hace real su verdadera experiencia.
Estas infancias suelen vivir con la idea de que hay algo en ellas y ellos que está mal. Que no funciona como es debido. Una de las razones es que, desde su perspectiva, todas las mentes funcionan de manera similar a la suya, pero no tienen los mismos problemas. Esta afirmación es doblemente falaz: no todas las mentes disponen de un procesador que soporte realidad aumentada, ni tienen que enfrentarse a esa avalancha de información que, por su propia naturaleza, satura, agota y, a veces, hace sentir una ansiedad profundamente invalidante. Sea como sea, sentir que algo no funciona bien en ellas y ellos suele ser otro factor de retraimiento: “si yo no ‘soy’ bien, mejor no me muestro, y así evito las burlas o destacar en la carencia”.
La Mirada de Terminator opera con diferentes recursos en función de la activación o desactivación del sistema nervioso (fuente de energía). A veces puede ausentarse por momentos si el parasimpático se impone; pero, en otras ocasiones, puede resultar verdaderamente abrumadora si el simpático se activa en su justa medida. Pero, sea como sea, siempre depende de los procesos de neurocepción, que están sumamente reñidos con el control consciente.
Si pudiéramos nombrar una frase que describa su experiencia, sería algo así como “no sé qué me pasa”. Una frase que, en muchos territorios profesionales no informados o desinformados, puede interpretarse como una carencia en la automentalización, cuando en realidad es justo lo contrario: se trata de mentes que exigen un mayor nivel de entendimiento para quedar mínimamente satisfechas. Pero, sobre todo, de niñas y niños que, aunque sepan lo que les pasa —no es del todo raro—, no pueden hacerlo explícito por un temor más que justificado a que el mundo vuelva a invalidar su experiencia: no es que no sepan lo que les ocurre, sino que carecen de interlocutores suficientemente sensibles o formados. Interlocutores cuya ausencia les expone a la soledad más cruel y absoluta.
A mí, lo que me duele en el alma, es que en el sistema educativo, sanitario o social no haya más profesionales formados para atender a estas niñeces o adolescencias, y que acaben tachados de vagos, distraídos, psicóticos, traumatizados o disociados, según el modelo de referencia. Cosas todas ellas que les ratifican, ahora con un diagnóstico o una etiqueta de valoración, que hay algo chungo en ellas y ellos, en vez de señalar el privilegio que es disponer de esta experiencia.
Porque existen recursos para desactivar o, lo que es mejor, entablar amistad con la bestia.
A fin de cuentas, ¿quién no ha querido tener el poder de Terminator? No me digas que, sin el imperativo de su misión, no mola que lo flipas.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
