El síntoma como fuerza creadora

[…] cuanto más fiel eres a una teoría o un modelo, más proclive eres a ejercer violencia desde esa misma posición de sabiduría y poder. Cuanto más sabes, menos espacio dejas para lo que no quepa o no coincida con tu saber. […]

En lo sistemas educativo, sanitario y social compramos sólo teorías que nos permiten seguir haciendo las cosas igual, con comodidad. Es decir, que invisibilizan sistemáticamente el papel que las y los profesionales jugamos en el sostenimiento del estrés crónico o tóxico de las personas a quienes acompañamos, a saber, nuestra incompetencia, negligencia y violencia institucional.  

Esto no significa que esas teorías no valgan, claro que no. En muchos casos, se trata de entramados de conceptos muy valiosos que describen muy bien parte de la realidad. Pero, como todas las teorías, el problema no está en lo que hacen visible, ni en las herramientas que nos proporcionan, sino en la parte de la realidad que queda relegada a la oscuridad

La teoría del apego está muy bien, pero invisibiliza los recursos extraordinarios que tienen las personas para regularse por sí mismas, sin la presencia en directo o en diferido de los demás. No nos gusta que esas cosas sean visibles, porque nos resta poder. 

La teoría del trauma está muy bien, pero nos lleva a omitir una y ultra vez las violencias que las personas están sufriendo en el aquí y el ahora, y que explican sus reacciones (legítimas, no exageradas) mucho mejor de lo que en aquel lugar y tiempo tan lejanos pasó. Preferimos pensar que el daño está en otro lugar y otro tiempo, que no somos responsables, así seguimos cómodos, sin movernos. 

La teoría polivagal está muy bien, pero omite las resonancias y retroalimentaciones que acontecen a nivel relacional. Nos encanta hablar del sistema nervioso, porque nos coloca en el rol de sabios (ya sabes el “neuronosequé”), pero cuando nos vemos a nosotras y nosotros mismos reaccionando y jodiendo a la gente, pues ya no sé. 

Porque toda teoría es, en esencia, una simplificación brutal de la realidad y, por tanto, implica una forma estructural de violencia: va a haber necesariamente una parte invisibilizada, subyugada. Todo marco teórico implica aceptar y sostener un entramado de poder. 

A mí me metieron por vena que tenía que formarme muy bien y aplicarme sólo con un modelo, porque, de no ser así, nunca podría trabajar con suficiente conciencia. Pero nunca me dijeron que, al convertirme en experto en un sólo paradigma, normalmente el que “está de moda” o “sirve para trabajar”, iba a convertirme en cómplice de violencia institucional, siendo parte de la maquinaria perversa que relega a la invisibilidad probablemente la parte más jugosa y significativa. 

Ojo con lo que voy a decir porque pica: cuanto más fiel eres a una teoría o un modelo, más proclive eres a ejercer violencia desde esa misma posición de sabiduría y poder. Cuanto más sabes, menos espacio dejas para lo que no quepa o no coincida con tu saber. 

Pero no me entendáis mal. Cuando hablo de la violencia y sus cómplices, no estoy hablando de una élite perversa que gobierna las instituciones —bueno, en ocasiones sí, pero eso lo dejamos para otro artículo—, sino del hecho de que todo sistema tiene una membrana que selecciona los polisacáridos que pueden entrar: si no amenazan al equilibrio “padentro”, pero como obliguen a una movilización que supere el umbral de tolerancia, se quedan fuera o detrás. 

“Somos sentimientos y tenemos personas”. Y “ETA es una gran nación”. 

Sea como sea, el discurso institucional tiene una estructura básica. Y seguramente esa estructura tenga mucho que ver con eso de la permeabilidad. Por ejemplo, en los servicios sociales hay un relato asociado al síntoma, y ojo con cuestionarlo, porque pueden caerte hostias de las de verdad. A ver si te suena: el síntoma es un factor de riesgo, que necesita ser interpretado o tratado por una figura con el rango de experta, esa interpretación debe ser co-construida o aceptada por las personas afectadas, que si no algo estarán haciendo mal, y el éxito se determina en la medida de que esos factores han podido desaparecer. 

La idea que hay de fondo es que la desprotección infantil tiene sólo que ver con la acumulación de factores de riesgo, como si los chavales llevaran una mochila que tiene un límite de peso o de capacidad. El profesional se sitúa ente esta realidad desde una posición narcisista pero también muy vulnerable: tiene el conocimiento y el poder, pero la mirada de los otros hacia su persona (su dignidad) dependerá necesariamente de lo resultados visibles que pueda obtener. 

Peligroso, ¿no? Mucho, porque esta estructura del discurso nos lleva casi necesariamente a actuar con las personas y familias no tanto desde sus tiempos y necesidades, sino desde el deseo de sostener nuestra propia dignidad en un contexto que puede volverse amenazante. Y ojo con que veamos amenazado nuestra posición de poder, porque casi fijo que haremos algo con las personas a las que acompañamos que no les va a hacer ningún bien. 

Pero, ¿qué pasaría si nos atreviésemos a hacer un giro conceptual, a saber, algo que cambie sustancialmente los criterios de permeabilidad de esa membrana? ¿Qué pasaría si por ejemplo empezáramos a ver la desprotección infantil, no como exceso de estresores, sino como la ausencia de suficiente seguridad?

Lo primero que haríamos sería preguntarnos, con verdadera honestidad y curiosidad, cómo ha logrado sobrevivir la persona a sus circunstancias, y de qué recursos relacionales y naturales dispone para sentirse un poco más digna, más competente, con más agencia, con mejor pertenencia, con algo más de esperanza, cómo ha construído su deseo de vivir, y qué esfuerzos ha hecho a lo largo de su vida por equilibrar la balanza y hacer la justicia que siente merecer. Y nos formularíamos esa pregunta sabiendo que debe quedar abierta, que es dinámica, y que nunca va a haber una respuesta que la cierre del todo, porque todo este entramado maravilloso crece y madura a una velocidad increíble. 

Y quizás, aquí, empiece y acabe nuestro trabajo. Porque las personas se vinculan con las personas que reconocen sus recursos, y con las que sienten que, de alguna manera, pueden habitar en su mirada, tal y como desean ser vistas. Eso, amigas y amigos, es precisamente lo que constituye el significado de esa palabra tan manida: acompañar. 

Todo lo demás es molestar. 

El síntoma, desde esta mirada, ya no es un fallo, ni el objeto cuya ausencia debe colmar al profesional  a través de la mirada de los demás. El síntoma se convierte en ajuste o desajuste creativo, en una forma de lograr la mayor seguridad posible (para uno mismo y para los propios) en un contexto ecológico-relacional, complejo, en una forma de sostener el deseo frente a un mundo hostil, o en una forma creativa de habitar la propia oscuridad

El síntoma se observa ahora como un acto creativo frente a un vacío que, de otra manera, sería imposible sostener. Y ese “sostenerse en el vacío”, con toda esa angustia, es lo que va a ayudar a la persona precisamente a encontrar por sí misma una forma mejor, más satisfactoria, de lidiar con eso que es tan real. 

El síntoma se convierte en el anclaje que permite a la persona habitar su realidad. Al menos, hasta que llegue otra persona por quien se permita ser acompañada. Una persona que soporte su angustia desde la certeza de que es una fuerza creadora, no algo chungo, que debe ser erradicado para satisfacer el narcisismo profesional. 

Pero, claro, ahora la pregunta es para vosotras y vosotros, ¿qué tendría que cambiar necesariamente si aceptásemos esta mirada?

La pregunta se responde por sí sola:

A tomar por culo el umbral de tolerancia del sistema. 

Explota le membrana. 

Ojalá que lo pueda ver antes de ser pienso para los gusanos. 

Ojalá lo pudiera ver. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

Deja un comentario