El núcleo irreductible del síntoma

[…] Y hay algo maravilloso en todo esto: si aceptamos que el síntoma no se puede explicar y narrar, cobran otro cariz los esfuerzos que las personas que lo sufren, lo padecen y lo disfrutan han hecho, han estado haciendo o pueden llegar a hacer. […]

«Estamos en el año 50 antes de Jesucristo. Toda la Galia está ocupada por los romanos… ¿Toda? ¡No! Una aldea poblada por irreductibles galos resiste, AHORA y SIEMPRE, al invasor».

Todo síntoma se construye en torno a un NÚCLEO IRREDUCTIBLE, al que no alcanzan la imaginación, ni las palabras.

Reconocer la existencia de lo innombrable en el síntoma, lo que no puede ser alcanzado por la consciencia, por la imaginación, por la inteligencia, ni por ningún relato por bonito y complejo que este sea, es un profundo acto de justicia epistémica (ser fiel a la realidad a la que tenemos acceso), de de-colonialismo mental (la voluntad de respetar el la mente de los demás como un lugar sagrado) y de respeto visceral hacia el sentido de agencia (sensación de poder tener un impacto en la realidad) de las personas a las que acompañamos.

Y hay algo maravilloso en todo esto: si aceptamos que el síntoma no se puede explicar y narrar, cobran otro cariz los esfuerzos que las personas que lo sufren, lo padecen y lo disfrutan han hecho, han estado haciendo o pueden llegar a hacer.

Señalar que el significado síntoma es, por definición, inaccesible nos obliga a dejar a las personas a quienes acompañamos el protagonismo del que nunca les debimos privar.

Es como si en la esencia del síntoma prevaleciera esa aldea Gala, como último baluarte frente a los intentos de colonización perpetrados por el invasor. Un invasor que, en muchas ocasiones, toma la forma de progenitores preocupados, docentes agobiados, terapeutas angustiados, o educadores que miden su éxito por su capacidad de erradicar ese mismo síntoma. Todos ellos sumamente amenazantes al posicionarse contra el mismo y, por tanto, contra la seguridad clave que —sabe dios cómo— sólo él ha sabido y podido enraizar.

Si prestas atención a alguno de los síntomas que has podido desarrollar a lo largo de tu vida, seguro que te suena esa experiencia: el síntoma es como una fuente que mana posibles significados, que invita a sucesivas acciones, pero que nunca deja de funcionar. Y da igual lo que te lo curres o la terapia que hagas, en el síntoma siempre permanece algo obtuso, que no cierra, y que invita a seguir explorando ese territorio —si se puede— con curiosidad.

El síntoma no es, por tanto, un defecto a erradicar, sino espacio fecundo para la imaginación radical. La que emerge naturalmente del cuerpo, sin una dirección marcada por ningún tipo de voluntad. Un espacio de exploración del propio deseo que, nunca, jamás, se puede del todo satisfacer, pero que proporciona el goce de avanzar en la esperanza de que uno, con esfuerzo o compulsión, se puede llegar a colmar.

En última instancia, EL SÍNTOMA SE RESISTE A SER INTERPRETADO incluso por la persona que lo padece, constituyendo un fuerte defensivo contra la interpretación definitiva que pueda anular el deseo que emerge de él.

¿Será por eso que desarrollamos síntomas para lidiar con la realidad? ¿Será que necesitamos una forma de preservar el propio deseo y la esperanza frente a contextos hostiles que amenazan nuestra seguridad? ¿Será que es el único refugio seguro para esa maravillosa intimidad?

Porque, de ser así, ¿te imaginas lo que podemos estar provocando cuando nos empeñamos en nombrarlo, explicarlo, narrarlo, erradicarlo, o luchar contra él?

Porque el síntoma no anhela explicaciones o narraciones, sino que las teme y se resiste, lógicamente, como los galos al romano invasor. Y anhela —ojo a esto—, justo lo mismo: que le dejen en paz y le permitan la justa expansión.



Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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