[…] Que se enraíza en lo absurdo y en la más absoluta carencia de sentido, riéndose de todo, del mundo, de lo sagrado y de nuestra venerada identidad, relajando tensiones y abriendo nuevas opciones de vida y caminos. […]
—A ver, tronka, relaja un poco la raja, que la vida es una mierda y al final te mueres.
Se me escapó la frase sóla, sin pasar por la corteza prefrontal, como si tuviera voluntad propia. Al escucharla, mi hija se cabreó, en plan, Aita, no me digas estas mierdas ahora. ¿Eres tonto o qué te pasa? Pero la angustia había desaparecido. Parece que se había convertido en un enfado mucho más liviano tanto para ella, como para mí.
Días después, hicimos un viaje largo en coche. Ella estaba aburrida como una ostra. Nada le entretenía. La vida se le empezaba a hacer cuesta arriba. Adelantando a un coche por la autopista, gritó:
—¡¡Gilipollas!! —insultando a la conductora que iba en paralelo.
Casualmente, la mujer giró la cabeza y la miró. Ella metió la cabeza entre las piernas para resguardarse de la mirada que seguramente intuía acusadora. Estando así, en plena contorsión, se dió cuenta de lo que estaba pasando y se partió de la risa.
Me gusta la música Punk, pero estoy hasta el ojete del punk con valores. De todos esos grupitos ideológicos que tratan de meternos una moral por vena. A mí me gusta Eskorbuto y Arpaviejas.
Hay partes protectoras a las que no prestamos suficiente atención, porque no sólo nos protegen de los peligros del entorno, sino también de nosotras y nosotros mismos. De la sumisión ante el poder, de las ideologías rígidas, del gregarismo, del exceso de solemnidad, de un narcisismo exacerbado o de la autoexigencia destructiva. Pero a nadie le gusta que se le cuestione tan profundo, sobre todo si se le confronta con lo ridículo, lo absurdo o la ausencia de sentido de la propia existencia.
Mira, por ejemplo, lo que pasa con las culturas, sociedades o grupos étnicos que han sido sometidos sistemáticamente a la exclusión social, la marginación y la degradación de sus valores. ¿Qué hacen? Se ríen de nosotros. Seguramente sea una de las actitudes más sanas posibles, habida cuenta de sus circunstancias.
Igual ya empiezas a intuir por dónde voy, ¿cierto?
Sin embargo, habitamos una psicología, una psiquiatría, un trabajo social y una educación excesivamente serias y solemnes. Coño, que ir a terapia, a servicios sociales o a la escuela es muchas veces casi como ir a rezar a una maldita capilla. Y a nosotros nos gusta —nos hace “gozar” en términos más Lacanianos— ser los sacerdotes y el centro de esa fiesta. Nos da poder, nos humedece las bragas y nos la pone dura.
Pero esta actitud profesional que ya nos parece adecuada (correcta), normal (habitual), natural (sin otras opciones posibles), tiene un impacto profundo en las personas a las que atendemos, al minusvalorar y/o ignorar una serie de recursos sumamente valiosos para promover un cambio de mirada o una evolución hacia un lugar más deseable.
Me refiero a los recursos del Trickster.
El Trickster es ese personaje que muchas veces se simboliza a través del bufón en la caja de arena —¿lo tienes? ¿a qué no? Pues mírate eso—. Se trata de una figura arquetípica universal que, a través del humor, la ironía, el sarcasmo o la irrupción del descontrol, se permite revelar grandes verdades sobre la existencia, nuestro lugar en el mundo, las personas con las que nos relacionamos y nosotros mismos. Que se enraíza —si se me permite la expresión— en lo absurdo y en la más absoluta carencia de sentido, riéndose de todo, del mundo, de lo sagrado y de nuestra venerada identidad, relajando tensiones y abriendo nuevas opciones de vida y caminos.
Creo que era E. Cioran quien decía algo así como que el arte y el humor son quizás las únicas cosas que hacen llevadera la más absoluta carencia de sentido. Pues eso, amigas y amigos, nos proporciona el Trickster, como una entidad rupturista y, a la vez, movilizadora, que nos permite abrirnos a otras formas de explorar el mundo.
No estoy del todo seguro de que pueda definirse al Trickster (el bufón, el punk, el niño travieso) como una “parte protectora” —aunque ya sé que lo he conceptualizado así al principio, mierda, deja que me contradiga—, dado que no suele responder bien a las preguntas exploratorias que propone Richard C. Schwartz: ¿qué edad tienes?, ¿qué carga sostienes?, ¿qué pasaría o que desearías si no tuvieras que llevar contigo esa carga?, etc. Porque se ríe de tu culo que no veas. Quizás sea más correcto visualizarla como algo que está a medio camino entre el Self y las partes que protegen, es decir, como una figura que irrumpe y abre brechas en el relato creando las ramificaciones en él que permitan explorar otros caminos.
La meta no es, por tanto, integrarlo como una parte coherente, sino sostener las tensiones que nos propone tolerando la incoherencia, jugando con él y aprendiendo de su burla. Porque es de las pocas partes que se permiten confrontarnos con el absurdo, con nuestras ficciones útiles —ay, madre, qué temazo—, con la ideología a la que nos hemos aferrado. Y paradójicamente, esa mirada superficial, ridícula, humorística, nos abre las puertas hacia una existencia más profunda. Porque en la mente, como en todo, la renovación no implica cambios significativos, sino que requiere de una revolución que arrase con todo.
Y eso es lo que hace el Trickster. Joderlo todo. Igual que el chaval de 15 años que se ríe de su familia, cuestionando el poder, la moral, y todo el desatino que lo ha mantenido maniatado. Pero nosotros, con nuestra psicología de Instagram que prioriza las ganancias económicas y de atención, respecto al bienestar público, seguimos actuando como esos padres carcas que tratan de contener con sus sermones a esa fantástica fuerza de la naturaleza, poniendo unos diques al mar que sólo sirven para que la inundación sea más bestia y abrupta. Cuando, quizás, esa actitud que tanto nos jode podría ser la mejor aliada para el cambio que todos necesitamos.
Porque, ¿qué nos sale cuando un “paciente” —paciente hay que ser con nuestra tontería— se ríe de nuestra autoridad?, ¿qué espacios se da en nuestros trabajos a que nos descojonemos del poder y de las estructuras?, ¿cómo reaccionamos íntimamente cuando nuestras hijas o hijos se parten de risa no “con” nosotras, sino “de” nosotros?
No lo dudes, lo que muchas veces se concibe como un desafío a la autoridad implica a menudo la voluntad de superar una crisis vital significativa, y abrir nuevos caminos hacia una autonomía, diferenciación e individuación mucho más conscientes y profundas. Pero permitirlo implica renunciar a las cotas de poder que, hasta la fecha, se han disfrutado.
Y ahí, justo ahí, es el Trickster quién puede asegurarnos que podemos aflojar, que no seamos ridículos, que no merece la pena.
La vida es una mierda y al final te mueres. Relaja la raja, tía.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
