[…] Solemos aceptar con mayor facilidad el legado y las cargas del progenitor de nuestro mismo sexo. […]
Solemos aceptar con mayor facilidad el legado y las cargas del progenitor de nuestro mismo sexo.
Imagino que esto tendrá que ver mucho con los procesos de identificación —es más fácil que tratemos de parecernos a la persona que tiene rasgos similares—, como a los condicionantes de género —es más probable que tengamos un estilo de vida más cercano al de la persona con la que compartimos imperativos y expectativas sociales en torno a lo que debemos ser, lo que nos tiene que gustar, lo detenta valor, y lo que conviene hacer—, entre otras cosas.
No siempre es así. No estamos en una ciencia exacta, ya sabéis. Pero me parece una tendencia suficientemente significativa como para tenerla en cuenta, porque no es extraño encontrar niñas, niños, adolescentes y familias que lo pasan muy mal por estos motivos, anclados en ciclos de retroalimentación que perpetúan en estrés crónico o tóxico.
Son especialmente vulnerables las familias monomarentales, a saber, aquellas en las que sólo hay una madre disponible, porque el padre no ha reconocido a sus hijas o hijos, los ha abandonado, no tiene trato con ellos, o se mantiene al margen, sin implicarse efectivamente —ni afectivamente— en las decisiones relativas a la educación y la crianza. Y, como te has podido imaginar, el fenómeno es especialmente significativo cuando existe variación en el sexo de los hijos, de manera que en una —normalmente ella— recaen legados y cargas que privilegian al otro otorgándole un lugar especial.
Es relativamente fácil de explicar. Esa niña crece y crecerá en la relación con una madre a quien desea y necesita parecerse, pero que también es prácticamente imposible de emular. Porque tiene una edad y una experiencia de la que la pequeña padece, pero, sobre todo, porque está haciendo una serie de esfuerzos y sacrificios —por ella y por su hermano— a los que ella no puede aspirar.
Se produce así una tensión no resuelta. Es probable que la niña, luego adolescente, sienta profundamente afectada su autoestima (“no puedo llegar al nivel que se espera de mí”) y, por tanto, entre en competición con su madre para hacer valer su dignidad. Y, como no puede superarla, la estrategia más lógica para una mente inmadura suele ser tratar de denigrarla sutilmente, restando valor al núcleo del problema —si puede decirse así—, es decir, a los esfuerzos que esa madre sacrificada hace para sacar adelante a los suyos. La consecuencia lógica es que restará valor a los esfuerzos y presentes que su madre le vaya a hacer como diciendo “es tu obligación”, “calla, que me lo merezco” o “si no te cuesta nada”, pero, sea como sea, evitando agradecer sistemáticamente sus esfuerzos o su labor.
Claro, la respuesta de una madre que se está esforzando tanto por su hija y por su hijo no suele ser buena ante esta situación. Lo normal y comprensible es que se enfade con ella, y le reproche que sea tan desagradecida, con más o menos intensidad. Y lo peor de todo, es que, llegados a determinado punto, puede atribuirle rasgos de identidad: “es que ella es así, egoísta, desagradecida, malencarada y hostil”.
Llegados a este punto, al resto de jugadores no les queda más remedio que mover ficha, pero tampoco les quedan demasiadas casillas entre las que elegir. El hermano, probablemente, se alíe con su madre en contra de su hermana (coalición intergeneracional), viéndose severamente perjudicada la relación entre los dos. Esto le coloca a él, el chico, en una doble situación de privilegio, tanto en el mundo —privilegio patriarcal— como en la familia —privilegio relacional— siendo mucho más fácil que se le atribuyan bondades, buenas intenciones o rasgos deseables de personalidad. En consecuencia, será más fácil que se satisfagan sus deseos, se preserve su dignidad o pueda disfrutar, a cambio de un mero “gracias”, de mejores condiciones materiales de las que su hermana puede disfrutar.
Claro, el conflicto en el sistema fraternal está servido. Ella le reprochará, explícitamente o no, los favores que recibe por parte de su madre; y él le reprochará el sufrimiento que le causa a su madre, despreciando los esfuerzos que ella hace para garantizarles una vida digna, en plan, te portas como una verdadero cabrón.
Y, en el caso de que haya un hombre por allí, y que no tenga demasiadas luces —como tristemente suele ser— ya podéis imaginar qué es lo que va a hacer, ¿no? Aprovechar este conflicto para reprochar a la madre que no está haciendo las cosas bien, o que no puede gestionar debidamente la situación, muchas veces aliándose con la chavala en contra de ella, y recuperando así cierta ilusión de competencia, cuando, en el fondo, es su ausencia la que más ha contribuido a este percal.
Pero aquí se aplica la ley de la selva, porque este acercamiento a la hermana, probablemente le granjee más desprecio por parte del hermano varón, quien, aliado con la madre, y habiendo sufrido el abandono de su referente más cercano, está en una posición privilegiada para observar esta situación.
Ya suena fuerte porque me cabrea, pero no me digáis que no os huele a que conocéis alguna situación parecida, ¿verdad?
La cosa es que, en este punto, las discusiones ya se producen casi necesariamente alrededor de los problemas (lo que has hecho, lo que debes hacer, etc.) obviando que esos problemas se sustentan, en última instancia, en un problema profundo de relación.
No quiero yo hacer una tesis doctoral con esto. No tengo capacidad, ni el medio acompaña. Especialmente lo primero 😋. Pero, siendo consciente de que hay muchos abordajes posibles, todos suficientemente buenos, sí me gustaría dar alguna pista sobre cómo enfrentar este problema que, aparentemente, tiene tan difícil solución.
Lo primero, quizás, es tener en cuenta que no estamos ante un conflicto de caracteres incompatibles, o de las consecuencias naturales asociadas a determinados rasgos de personalidad, sino que se trata de un problema de relación. Un problema de relación de larga duración, causado, no tanto por las personas implicadas, sino por un estrés situacional severo, que les ha llevado a colocarse en lugares (posiciones estructurales) que han condicionado severamente y casi determinado su actitud.
De hecho, una de las cosas que suele llamar la atención en estos casos es que esa niña o adolescente que tan hosca se muestra con su madre, suele ser “un amor” en otros contextos de relación, despertando los lógicos celos en una progenitora que anhela este modelo de relación.
Un estrés situacional severo, provocado por una maternidad en soledad —la soledad, siendo invisible, es uno de los mayores estresores que una persona puede padecer—, abrumada por la sobreexigencia que recae sobre las mujeres y que dificulta significativamente o literalmente les impide disponer de la seguridad y del tiempo necesario para la reflexión sobre la crianza o, siquiera, para activar procesos profundos de mentalización.
Cosas muchas veces agravadas por la pobreza económica y las condiciones laborales precarias a la que están expuestas muchas de las mujeres que no pueden sufragarse el apoyo que necesitan para criar, y que el padre no les puede o no les quiere facilitar.
Y hace falta mucha reflexión y mucha mentalización para poder ver algo tan invisible como los legados y las cargas que imponemos a nuestras hijas e hijos de manera diferenciada, y como se revuelven ante este modelo de presiones que apenas pueden intuir. Pero que son reales como la lluvia, el fuego, y el aire que nos hace subsistir. Pero de eso, de su importancia y de su impacto, es justo de lo que hay que hablar.
Pero, paradójicamente, NO con el objetivo de resolver las cosas —no señor, eso sería caer en un isomorfismo tramposo— sino con la idea de poner palabras a lo invisible para que, cada uno primero, y luego en las diferentes oportunidades que acontezcan en el contexto de la relación, se puedan ir tratando.
«No estamos aquí para resolver, sino para mirar con curiosidad.»
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
