La necesidad de profundidad

[…] «Hay niñas y niños para los que la profundidad es un refugio, por lo que harán cosas maravillosas para conservarla y protegerla.» […]

—Aita, me gusta venir al cementerio porque aquí nadie me toca los cojones.

Contundente, sí, pero es justo lo que dijo. Pero, como siempre pasa, su mensaje no pudo captar del todo su experiencia, así que me sentí obligado a interpretar —con acierto o no, nunca se sabe— qué había más allá de sus palabras.

Porque no es habitual que una niña de 7 años disfrute yendo a explorar cementerios, ¿no? ¿Qué puede haber detrás de una afición tan… curiosa?

En efecto, creo que para ella es importante estar en un lugar donde sienta que se respetan sus límites. El cementerio lo es, porque a casi nadie se le va a ocurrir molestar a un padre y a una hija que visitan una tumba. Pero también es uno de los pocos lugares en los que me puedo permitir un cambio de estado de conciencia. Porque, ante la presencia de la muerte, uno se siente vulnerable, conectado con el misterio y con ganas de comunicar cosas importantes.

Es el entorno donde uno se quita la máscara. El lugar donde uno se puede emocionar, y no pasa nada. El lugar donde la canija percibe que se puede hablar de todo, con el permiso que ciertas cosas merecen.

Es un lugar de descanso también para algunos vivos que tenemos que ponernos una máscara de superficialidad que nos desagrada y nos pesa, pero que necesitamos para pertenecer a grupos humanos donde determinada profundidad abruma y se sanciona cruelmente. 

Dice una buena amiga, muy inteligente, que trabaja en el sistema de salud mental como investigadora (Ana Franco), que las personas que tienen acceso a determinados niveles de profundidad que implican experiencias inusuales, corren el riesgo de ser diagnosticadas como psicóticas, cuando en realidad sólo están percibiendo el mundo con una claridad que a la mayoría se nos escapa.

Y éste, amigas y amigos, es el riesgo que también padece, día tras día, la infancia profunda, es decir, aquella para la que la profundidad cobra forma de refugio. La que carga las pilas en el cementerio, en la iglesia, accediendo a mayores cotas de conocimiento, jugando a cosas que acojonan, o explorando con un hambre insaciable el alma de la naturaleza o humana.

O con lo que sea.

Una infancia que choca frontalmente con una sociedad —profesionales incluídas— anestesiada, drogada o desconectada, que ha perdido por desuso la oportunidad  de maravillarse con la vida. Que ha confundido el deseo del capital con el suyo, y que a la mínima que una niña o un niño le recuerde su carencia, tirará del cliché de que “está loco” como una forma de subyugarlo y anular sus recursos. Unos recursos que nos recuerdan la humanidad que hemos perdido ansiando el dinero, el poder y la seguridad que el mismo sistema nos niega para anclarnos en este mismo juego.

Una vez que abres la vista a esta mirada, no hay vuelta atrás. Están por todos los sitios. Niñas, niños y adolescentes cuyo síntoma es, también, una forma de preservar esa misma profundidad, ese refugio y ese deseo en un lugar que les les resulta frontalmente hostil, dado que les aparta de la lógica de la competición y el mercado.

Así que ojo si al leerme te ha salido un poco de “joe, qué niña más rara”, o “qué cojones hace su padre”, porque lo único que estamos haciendo, colegas, coleguitas, es dejarnos fluir en lo inusual, intuyendo las maravillas que trae consigo. Un acto de rebeldía radical, que permite satisfacer la necesidad de profundidad de manera que ésta no se convierta en un síntoma que nos acabe haciendo daño.

Resiste, y no te conviertas en una esclava o un esclavo —o un soldado— al servicio de la superficialidad patológica que hemos naturalizado para evitar una vergüenza sancionadora.

Y recuerda que, a veces, es necesario bajar al inframundo para preservar la conexión, la integridad y misterio.

Porque no es extraño ver a niñas y niños que entran en oposición con la escuela, esperando que sus padres compensen la superficialidad de la misma.

O que otras y otros acaben rebelándose contra el mundo, porque necesitan una conexión que éste no les proporciona.

O que empiecen a hacer lo que les da la gana, sin escuchar a nadie, porque su deseo es demasiado potente y han entendido que no pueden ser acompañados en éste su camino.

No es fácil verlos, porque lógicamente suelen ocultarse con una máscara de superficialidad para ser aceptadas y aceptados.

Y no sería un problema de disciplina, como habitualmente se dice, sino un esfuerzo para sostener el refugio que para ellas y ellos pueden conectar con el deseo, y desde ahí, justo desde ahí, convertirse en un espacio seguro.

Recuerda: «Hay niñas y niños para los que la profundidad es un refugio, por lo que harán cosas maravillosas para conservarla y protegerla.» Sólo que se nos niega el código de acceso.

Por la niña o el niño que fuiste.

Por la profundidad que pudo dar a tu vida un sentido.

Que permanezca como un anclaje a nuestra historia, y muy alejada del maldito DSM-5.



Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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