[…] En estas condiciones, es normal y saludable que ella me imponga un límite, en plan, oye, aita, no me colonices la mente, el relato y mis atribuciones, que no eres —ni quiero que seas— el ejército de Israel, ni el Departamento de Estado de los EEUU. […]
«La empatía no existe, es un mito orientado a legitimar la colonización de la mente de las personas vulnerables por parte del poder imperante.»
Ayer le reproché a mi hija que haya simulado ponerse mala de las tripas y vomitar, en plan: tía, no fastidies, que te he pillado. A mí no me engañas, tronka de mi vida, que no me chupo el dedo. Y ella me rebatió con una razón que utiliza mucho y que, si me apuras, se parece bastante al argumento perfecto: «Aita, tú no puedes saberlo. Tú no estás en mi cabeza.»
Y lleva razón, porque, si bien puedo enumerar los hechos por los que intuyo, sospecho o presupongo que me está metiendo una pipa, es demasiado osado decirle que “me está engañando”, dado que eso implica una atribución de intenciones que, seguramente, sean más complejas de lo evidente y a las que, sin duda, no tengo acceso.
En estas condiciones, es normal y saludable que ella me imponga un límite, en plan: oye, aita, no me colonices la mente, el relato y mis atribuciones, que no eres —ni quiero que seas— el ejército de Israel, ni el Departamento de Estado de los EE. UU.
Qué coño. Todos en pie. Un aplauso para ella.
Sea como sea, la empatía, tal y como se define, es una experiencia humana casi imposible. Tenemos que ser demasiado competentes y se tienen que alinear con mucho cuidado los astros para que hagamos realmente ese ejercicio de ponernos en el lugar del otro, pero como si fuésemos efectivamente ese otro. E incluso, aunque lo logremos, la parte de su experiencia a la que podemos acceder es siempre una simplificación reduccionista.
Y aquí emergen siempre los juegos de poder que permiten la selección del relato. Porque, cuando hablamos de acompañar al sufrimiento psicosocial de las personas, se establece, cuando menos, una relación de poder entre la persona EMPÁTICA (que entra en la mente del otro con supuestas buenas intenciones) y la EMPATIZADA (que se deja penetrar, supuestamente, con la voluntad de regular su sufrimiento o verse ayudada). Una relación pseudocolonial fomentada por las estructuras institucionales a las que pertenecemos, y a las que les interesa colocar a la empatía profesional en el pedestal de los dioses o, si lo prefieres, en el de las estrellas, para legitimar el poder que le da sentido.
Toda acción supuestamente empática esconde un deseo de dominio sobre la experiencia del otro, o una voluntad de apropiación del relato de los hechos, con el añadido perverso de que señalar al empático como malintencionado o violento es sancionado por el entorno con los reproches más severos: «¿Cómo te atreves a decir eso con el esfuerzo que está haciendo por ti?». No sé a vosotras, pero a mí todo este entramado me recuerda mucho a los hospicios de la posguerra, donde los hijos de los represaliados tenían prácticamente que aplaudir las hostias que les daban, porque tenían la “suerte” de ser acogidos por un régimen que podía haberles dejado morir.
Qué exagerado eres, Gorka.
Pues sí, claro que lo soy.
Se me puede ir mucho la olla, colegas, pero difícilmente me negaréis que no tenemos acceso a la experiencia del otro, entre otras cosas porque esta realidad implica aspectos somático-corporales que no están codificados en términos de símbolos o lenguaje. Aspectos, todos ellos, que pueden ser interpretados de manera diferencial según el estado en el que se encuentre la persona y los condicionantes de la experiencia del momento.
No me negaréis tampoco que, cuando creemos saber lo que siente el otro, estamos matando nuestra curiosidad y la de la persona a la que supuestamente acompañamos. La nuestra, porque el relato queda cerrado, y a otra cosa, mariposa; y la de la persona empatizada, colonizada, porque se sienten o evidencian las tensiones entre lo que está viviendo y lo que el otro comunica que percibe, pausándose o, en el peor de los casos, rompiéndose el vínculo que permite una comunicación fluida y sincera.
La empatía cierra la posibilidad de asombrarnos con la otredad, en términos de E. Levinas. Y esto tiene implicaciones severas, no sólo en el terreno del acompañamiento, sino también en las dinámicas familiares. Porque ¿qué pasa o puede pasar cuando unos padres no permiten ese asombro respecto a la identidad, motivaciones o experiencias de sus hijas e hijos? ¿Qué pasa cuando la supuesta empatía legitima la violencia que implica saber quién es y qué le motiva al otro?
Quizás la empatía sea el término que permite la confusión entre comprensión y posesión del significado, que sólo puede pertenecer al otro, y, por tanto, una de las formas más eficientes de sostener los mecanismos de poder que hemos naturalizado o normalizado. Y es que, a veces, como acompañantes del sufrimiento humano, o como madres y padres de niñas y niños que sufren, nos comportamos como esos narcisistas que se te acercan sibilinamente y te dicen: «Descuida, yo sé lo que te pasa», en un ejercicio sutil de luz de gas que nos reduce a un concepto mecánico, estático, simplificado en la mente de quien abusa a través de la empatía.
Quizás lo que tengamos que hacer es cargarnos, de una vez por todas, el concepto de empatía. Pisarlo, patearlo y lanzarlo a la maldita basura. Y cuestionar a quienes pregonan que es lo más maravilloso del mundo. Quizás debamos cultivar a propósito y de manera sistemática una actitud NO EMPÁTICA, pero que permita un acompañamiento más libre y honesto.
Porque, amigas y amigos, se puede acompañar bien sin necesidad de recurrir a la empatía —¡no jodas!—, o lo que es lo mismo, sin colonizar la mente del otro. Podemos estar, resonar con el dolor ajeno, sentir el deseo de estar con esa persona y acompañarla como desea, pero sin renunciar a la curiosidad por su experiencia.
Podemos abrazar, tal y como digo en los cursos, un modelo de acompañamiento basado en la idea radical de que, por mucho que sepamos, por muchos títulos que tengamos, seremos siempre profesionales incompetentes. Incompetentes porque no tenemos acceso nunca a la complejidad que constituye, define y sostiene la realidad del otro, ni una bola de cristal, ni la posibilidad de verificar nuestras hipótesis profesionales. Y que es precisamente en el acto de refutar nuestras hipótesis, de manera clara y sistemática, donde emerge la curiosidad que nos conecta con la seguridad en la relación con el otro.
Y la oportunidad de colocar en un primer plano el relato de las personas que sufren, restaurando la agencia y la dignidad que seguramente han perdido. Se trata de desechar la empatía para volver a confiar en la resonancia, es decir, en el flujo de información que acontece entre nuestros cuerpos y que, precisamente, la empatía omite, subyuga o impide, bloqueando que nuestros recursos sientan lo que acontece en nuestros sistemas nerviosos autónomos en movimiento.
La compasión, a fin de cuentas, no implica saber “por el otro”, sino sentir “con el otro”.
La curiosidad sincera, honesta, de las figuras que tienen atribuida la función de cuidar y proteger a las personas vulnerables es un claro y evidente ejercicio de acción política descolonizadora.
Así que bien por ti, Amara. Qué cojones. Bien por no dejar que tu padre invada tu mente. Bien por decírmelo tan alto y tan claro. Bien por poner límites a estas formas de violencia sutiles que, sin duda, impone el poder, especialmente cuando supuestamente es bienintencionado.
Viva la intuición visceral de la que nace esa maravillosa resistencia.
Yo aprendo.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
