Soy un monstruo

[…] cuando termines no me vas a ver de la misma manera. Puede que no me perdones, o que sí que lo hagas, pero de lo que estoy seguro es de que, tras ella, no seré el mismo ante tus ojos. […]

Durante muchos años he guardado silencio porque sentía mucha vergüenza y no quería asustarte, pero quiero que sepas que todavía me reconcome un remordimiento brutal, como una dolorosa infección en el alma. 

No sé qué edad tendrás cuando leas esta carta. Quizás 16, o puede que 20 años. Quién sabe. Pero cuando termines no me vas a ver de la misma manera. Puede que no me perdones, o que sí que lo hagas, pero de lo que estoy seguro es de que, tras ella, no seré el mismo ante tus ojos. 

Pero no quiero engañarte. Siempre he pensado que nuestro amor se basaría en la sinceridad. No quiero que me sientas como un extraño. Por eso, ahora quiero priorizar la honestidad frente a la protección de la imagen que has construido sobre mí, y que sólo es real en cierto sentido. 

Amara, los monstruos no son como los imaginamos durante la infancia. No son enormes, azules, con pinchos venenosos, ni expiran fuego. No son deformes, no viven en los pantanos, ni se arrastran como babosas por el suelo. Son gente que te saluda con una sonrisa por la calle, capaz de reírse con sus compañeros de trabajo, y que abraza con cariño a sus hijas por las noches mientras les leen un cuento. 

Los monstruos sentimentales son los peores, los más peligrosos, porque al tener buenos sentimientos se creen buenos. Y yo, hija mía, he sido uno de ellos. 

Tú no lo recuerdas, porque eras muy pequeña y te mantuvimos al márgen para que no te pasara factura. Acababas de cumplir 7 años, y eras una niña muy sensible que acababa de pasar por una etapa mala. No queríamos que la verdad te afectara. Pero, durante esa época, hubo un ejército que masacró a personas inocentes y niños; y lo pudimos ver con toda su crueldad, en vivo y en directo, desde la misma casa donde viviste y probablemente en la que todavía estás viviendo. 

Desde que entraron en ella esas imágenes, nuestra casa ha sido más fría y menos acogedora. 

Bombardeaban cuidades. Les disparaban cuando iban a recoger alimentos. Les daba igual que fueran civiles, mujeres o niños. Destruyeron hospitales, condenando a las personas enfermas a una muerte terrible, dolorosa y muchas veces segura. Y todos nosotros lo pudimos ver, en nuestros teléfonos móviles. En nuestro sofá, en el comedor y en la cama. Pero no sólo veíamos las bombas caer, sino también a la gente gritando de miedo, a las niñas y niños traumatizados, con los ojos en blanco, e incluso el dolor de quienes acababan de perder a toda su familia. 

¿Te lo imaginas?

Recuerdo que, al principio, yo trataba de evitar esas imágenes. No quería que ese terror afectara a mi vida. Sencillamente, quise ignorar que eso pasaba. Era demasiado para mi cuerpo. Así que ignoré esos asesinatos, el sufrimiento y el dolor de esa gente. 

No hice nada. 

Más tarde, meses después de que comenzara ese genocidio y esa limpieza étnica, di un pequeño paso hacia delante. Fijé ciertas cuentas que exponían ese horror como prioritarias en mis redes sociales, dando prioridad a esos contenidos. Ya no podía seguir ignorando lo que estaba pasando, por el riesgo de que se endureciera o rompiera mi alma. 

El horror empezó a indignarme, pero tampoco hice nada. 

A veces, cuando salía un niño amputado, o una niña bloqueada por el terror, o una mujer llorando porque había perdido a sus 6 hijos en un ataque, pasaba rápidamente a otro contenido. Y me ponía a ver vídeos de risa, o a investigar cosas sobre mi trabajo. 

Evitaba conectar con ello. Entretenerme y no sufrir. Mientras en Gaza se seguía asesinando a personas adultas y niños. 

Y mi vida siguió prácticamente igual. Como si nada estuviera pasando. 

Cuando iba a trabajar, a veces, me imaginaba cómo sería nuestra vida si nos estuvieran bombardeando. Cómo sería vivir entre escombros, muriendo de hambre, sabiendo que el reparto de alimentos podría implicar un ametrallamiento. Cómo sería vivir con el miedo a que murieras en cualquier momento, aplastada por rocas y escombros, o despedazada por un misil lanzado desde un avión de caza. 

Qué sería para mí verte despedazada por una explosión, y tratar de juntar los pedazos de tu cuerpo. 

Pero rápidamente, me quitaba esas sensaciones de la cabeza. Y así pasaban los días sin hacer nada, como el resto del maldito mundo. 

«Si nadie hace nada, será porque no se puede», me decía. Y me quedaba tan tranquilo. 

A veces, no podía más, y colgaba un post iracundo en redes sociales. Cargaba contra los asesinos, y contra los gobiernos psicópatas que los respaldan, en una lucha de poder en la que los pobres son tratados como objetos. Así, me quedaba con la falsa sensación de que hacía algo, pero, ¿sabes? En realidad no estaba haciendo nada. 

Absolutamente nada. 

Y así, paso a paso, me fui convirtiendo en un monstruo. En un monstruo que tolera y legitima los asesinatos. En un monstruo más, de la masa, pero no por ello menos peligroso. 

¿Sabes, Amara? Los alemanes durante la segunda guerra mundial tuvieron una excusa para ignorar el holocausto. No se les informaba, no sabían, no lo veían. Podían intuirlo, pero no eran conocedores de la desgracia y el horror en primera persona. Nosotros no tuvimos la misma suerte. Y hoy no tenemos perdón ni excusa.  Supimos a ciencia cierta lo que estaba pasando. 

Y no hicimos nada. Entre otras cosas, porque priorizamos nuestro bienestar y nuestra comodidad a hacer algo contra el genocidio sistemático de todo un pueblo. 

Nosotros fuimos también los asesinos. Asesinos en tercer grado. Pero no por ello menos asesinos. Porque pudimos hacer algo y, sin embargo, callamos. 

Por eso, ahora, 10 o 15 años después, no quiero olvidar lo que pasó, ni cerrar esa herida. Quiero seguir avergonzando de lo que pasó, de lo que no hice, y de las excusas que me creí para priorizar mi bienestar sobre las vidas de esas niñas y esos niños. A través de mis ojos y, ahora, de los tuyos. Quiero seguir sintiéndome un monstruo. Porque, ante este crimen, que yo cometí también, sólo cabe mantener las heridas abiertas para que, a través de ellas, pueda respirar el alma. 

Quizás ese dolor, esa culpa sin redención posible, sea la única forma de mantenerme mínimamente humano. 

De honrar la honestidad que nos sostiene. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

Deja un comentario