Portuculos

[…] Tengo mucho miedo a morir de una forma ridícula. Por ejemplo, haciendo fuerza al cagar o aplicando un protocolo de derivación de manera estricta. […]

Tengo mucho miedo a morir de una forma ridícula. Por ejemplo, haciendo fuerza al cagar o aplicando un protocolo de derivación de manera estricta.

En la última conferencia en la que participé, me hicieron una pregunta que no me atreví a contestar. Bueno, sí que la contesté, pero no con la sinceridad y el detenimiento que la misma pregunta requería. 

A ver, tened piedad de mí. No soy de piedra. Había estado una hora y cuarto hablando frente a más de 600 personas, muchas de las cuales negaban con la cabeza, se retorcían o me miraban como las vacas al tren, y yo quería pirarme ya de allí, dar un abrazo a quienes me acompañaban, y tomarme una o dos birras bien frías para alelarme un poco. 

No me quería meter en movidas; y menos, frente a lo que estimaba que era un público hostil hacia el tono y el mensaje. 

Que vale, que también había otras muchas personas a las que se les iluminaban los ojos, que se reían, que asentían con la cabeza, y que se les veía emocionadas en plan bien, pero ya sabéis cómo es el sistema nervioso autónomo —el mío también—: presta atención prioritariamente a los estímulos asociados a la inseguridad, en detrimento de las cosas que nos llevan a transitar hacia un estado más integrado y seguro. 

Qué chapas, colega, siempre con lo mismo. 

La cosa es que uno, que no está hecho precisamente de polvo de estrellas, estaba situado en respuesta de huída, con las piernas agitándose y cargadas de energía para escapar, y respondió como pudo —debo decir a mi favor que dije la verdad— para sacarse el muerto de encima y no entrar en profundidades que agiten más el avispero. 

Había estado hablando de una chica a la que atendí en el pasado y suyo síntoma tenía que ver, no sólo con tener ideas suicidas, sino también con pasar al acto e intentar suicidarse en varias ocasiones. Observaba cómo el hecho de prestar atención con curiosidad al síntoma, por mucho miedo que diera a la familia e incluso a las figuras profesionales, nos había ayudado a tomar su misma energía —y su propia narrativa— y, en una maniobra de jiu-jitsu, utilizarla en favor de ella y de los suyos, dado con una solución creativa y muy acertada que ningún libro podía prever o anticipar. 

Porque, en contra de lo que diga Fernándo Sánchez Dragó, que en paz descanse, no todo está en los libros. 

Y al final de la charla, llegó la pregunta: 

«¿Se activó algún protocolo de derivación a salud mental?»

No sé en qué tono se formuló la pregunta, ni qué presupuestos e intenciones había detrás, porque la hizo alguien de manera OnLine y era imposible intuir el tono o el contexto; pero tengo que admitir que me revolvió por dentro, tanto porque intuí que se formulaba como un reproche o, lo que es peor, para poner en valor la necesidad de activar a “profesionales especializados” para atender a una realidad que, a menudo, a las figuras profesionales nos sobrepasa. 

¡Aghhh!

Respondí que sí que se había hecho, pero dejé claro que no por obligación, sino porque la propia chavala y su familia lo habían pedido y se mostraban de acuerdo. Y traté de dejar claro que hay que tener mucho cuidado con la activación de determinados protocolos, porque en la mayor parte de las ocasiones sirven más a los intereses profesionales —hacer algo, quitarse el problema de encima, protegerse en caso de que pase algo, justificar el trabajo de los mandos intermedios, etc.— que a las necesidades que las personas que sufren, agravando el problema. 

Y esto es sumamente peligroso. Tanto por todo eso, como porque, cuando se activa un procedimiento preestablecido, siempre se quedan fuera las y los de siempre, a saber, aquellos cuyo síntoma se sale más de lo normal o lo habitual. Justo las personas que más están sufriendo. 

Vale, seguramente no lo expliqué tan bien y de manera tan clara, pero os aseguro que éste era el mensaje que quise transmitir, con mayor o menor acierto. 

Sea como sea, está bien tener protocolos porque, a veces, hacen sugerencias inteligentes, y nos pueden ayudar a actuar de manera más o menos acertada cuando no sabemos qué hacer o cuando estamos bloqueados. Pero no podemos olvidar que son un arma de doble filo, y que, en muchas ocasiones, causan más perjuicios que beneficios, especialmente cuando se dan las condiciones implícitas en el caso que nos servía de ejemplo: una niña que confía un secreto grave a una figura profesional y a su familia y, que, por tanto, necesita una respuesta congruente por parte de las personas que le han ofrecido la seguridad suficiente como para mostrarse de manera tan descarnada y vulnerable:

Nosotros. 

Porque, respondedme con sinceridad, ¿qué creéis que pasaría si hubiésemos activado un protocolo antes de que las personas afectadas lo pidieran?

La pregunta procede.

Procede, porque toda esta vaina no cae en el vacío, sino sobre las personas que, con mayor o menor acierto, están interactuando.

Personas como yo, que, como he dicho en más de una ocasión, tengo la autorregulación emocional de una ostra —cosa, por otro lado, que no es extraña en el sector—, por lo que, al priorizar hacer una derivación a salud mental, me hubiera sentido bastante inseguro. 

Inseguro, porque sentiría que dejó de lado a las personas que me han confiado sus circunstancias y problemas para articular un maldito protocolo, que, en esencia, consiste en confiar el marrón —su marrón, mí marrón, nuestro marrón— a una persona o, lo que es peor, a unas personas que ni yo ni la familia podemos elegir, y a las que no conocemos. 

¿Y cómo se habrían sentido ellos si la persona en quién han confiado escurre el bulto?

Porque no te engañes, el marrón le va a caer necesariamente a alguien que no conoce a la chavala ni a su familia, y que va a tener que hacerse una composición de lugar bajo el imperativo y la narrativa de la urgencia: «hay que hacer algo ¡rápido! qué la niña se puede quitar la vida». 

Seguro que empezáis a intuir los peligros. 

Todo ello en un sistema de salud mental —¿por qué distinguimos entre salud física y mental?, ésa es otra historia— saturado y enloquecido, que, para articular válvulas de presión ha sido capaz, incluso, de algo tan bizarro como confiar en los médicos de cabecera para recetar medicación psiquiátrica, aún a sabiendas de que no estudian para ello en la especialidad ni en la carrera. 

Y que van a dedicar, con suerte, 20 minutos cada 30 días a atender a la chavala y a su familia. 20 minutos que, como no dan para nada, se van a reducir a darle a la cría medicación psiquiátrica, ya sabes, ansiolíticos, antidepresivos, hipnóticos o antipsicóticos, para quitarle esa reactividad de encima. Con el componente perverso de que, para ser medicada, va a necesitar un maldito diagnóstico, que figurará en su historial condicionando toda la atención médica que reciba en el futuro, porque, yatusabes, cuando alguien con un diagnóstico acude al médico, se maximizan las posibilidades de que reciba una atención o tratamiento inadecuados. 

Pero, claro, ése diagnóstico no sólo servirá para corromper su derecho a la salud, o para obtenerlo en inferioridad de condiciones respecto a la población no psiquiatrizada, sino que, indudablemente, tendrá un efecto sobre la propia familia y los agentes que trabajan con ella. Porque si una psiquiatra, que está en la cúspide de la pirámide alimenticia —no te rías, que de esto comemos—, dice que la chavala “tiene una depresión”, que es la palabra que se autocompleta justo después de suicidio,  a ver quién es el guapo o la guapa que le lleva la contraria. No es extraño que, llegados a este punto, la gente comience a relacionarse con la “depresión” —o con la que sea la etiqueta que le han puesto—, en vez de con la chica con historia, recursos, que siente y padece y que ha sido subyugada, anulada, por la etiqueta diagóstica. 

Y nadie, repito nadie va a ver, entonces, que la niña se acerca a la muerte porque lo necesita tanto para autorregularse y dejar de luchar contra sí misma, como para dar profundidad a una vida que siente como irrelevante y vacía. 

Una etiqueta —depresión en el grado que sea— que dice, en su letra pequeña, que hay algo en ella que marcha mal, omitiendo las violencias que ha padecido, las que padece, o las que lógicamente teme padecer teniendo en cuenta sus circunstancias. Y lo que es peor, que ignora toda la resistencia y todos los esfuerzos —muchos de ellos infructuosos, pero no por ello menos valiosos— que ha hecho para no llegar al punto de amarrarse una maldita cuerda al cuello. 

Cuando todo eso me llegue de vuelta, así, en un paquete rosa de regalo, me diré que ya sabía que derivar estás cosas suele ser una mala idea, por lo que tendré que gestionar no sólo mi cabreo hacia esos profesionales, sino también hacia mi propia persona por haber tomado una decisión a sabiendas de que iba a causar daño. 

Y, con todo esté revoltijo en las tripas, tendré que ir a una reunión de coordinación orientada no sólo a resolver o solucionar el problema primario, sino también el desaguisado que hemos provocado las mismas figuras profesionales. Y no invitaremos a la chica ni a su familia a esa reunión, para que no se vean nuestras mierdas e inseguridades; pero, en paralelo, es probable que se alimente esa sensación tan horrible de que su problema o su sufrimiento ya no está en sus manos. 

Se anulará lo que yo diga, porque soy un educador a 1400 pavos, porque no guardo la distancia terapéutica, porque mi reflexión no es compatible con la narrativa e intervención en urgencia, o porque lo que diga compromete a un sistema de salud mental incapaz de dedicar a las personas que sufren el tiempo, la atención, los recursos y el trato que necesitan. 

Entonces, emergerá otro síntoma para sostener el sentido de agencia que hemos arrebatado a la chavala y a su familia, que están viendo el partido en las gradas, sin comprender las normas del juego y, claro, algún iluminado o alguna iluminada dirá que son “resistentes al tratamiento”, y a mí me dará una crisis de ansiedad, el colon irritable, un eccema, o un ataque de pánico, según el momento. 

Pero va a ir a salud mental su p. madre. Yo me curo con el Chat GPT, autodiagnosticándome, drogándome o machacándomela como un bonobo inútil. Qué para eso tengo la suerte de haber estudiado, y el privilegio de ver los toros desde la barrera. 

En fin… que guay que existan protocolos como referencia, pero cuidado con confiar en que ellos sean, de por sí, una solución a nada. Porque lo habitual es que se lie parda, pardísima, y que nos vengan de vuelta, poniéndoles a la peña la cara como el niño que come moras.

Y esto, amigas y amigos, es lo que quise decir, lo que tuve en la punta de la lengua, pero que me callé por cobardía, por no liarla más, por mis inseguridades profesionales o para que no me amargaran esas cervezas frías. 

La paz esté con vosotros. 

Y con tu espíritu. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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