[…] Pero este “esforzarse a tope”, choca con los recursos asociados a la mentalización. En ausencia de otro relato, se sobreentiende que dejar fluir a las emociones (miedo, rabia, etc.) o promover la individualidad de las niñas, niños o adolescentes, es un factor de riesgo que les expone a un riesgo vital: la extinción. Porque lo que hay que priorizar es el éxito, el dinero, es decir, la supervivencia. […]
Quienes trabajamos en servicios sociales estamos, a menudo, ciegos ante las realidades invisibles de las familias que han migrado por motivos económicos.
Muchas veces, nos situamos frente a ellas sin percibir las dificultades, el duelo, el trauma y los esfuerzos que han tenido que hacer para asentarse en un territorio ajeno a su cultura, a menudo, lejos de la red de apoyo natural en la que podrían encontrar consuelo y refugio. Y, en el peor de los casos, las juzgamos duramente por las estrategias adaptativas que han tenido que desarrollar para protegerse en el pasado —y que todavía perduran— o para enfrentarse a los diferentes tipos de violencia xenófoba, sutil o explícita, que padecen en el momento presente.
No es extraño que juzguemos que estos progenitores, asustados, violentados y aquejados por la amenaza de una escasez asesina, adolecen de falta de “capacidades parentales”, sin considerar con suficiente profundidad la complejidad de su pasado, y en la que ahora están inmersos. Los servicios sociales nos acabamos convirtiendo, así, en otro factor de estrés que obstaculiza sus recursos o su proyecto de vida o, peor aún, en otro foco de violencia que amenaza la precaria estabilidad que han logrado. Porque pocas cosas hay más amenazantes para una familia que la exigencia de cambiar el modelo de crianza al que han confiado la seguridad material y emocional de todos sus miembros.
Lo primero que hay que comprender es que, para que una persona se aleje del entorno que le da seguridad, y emprenda un viaje hacia lo desconocido, debe haber una motivación muy intensa y profunda. No es “probar suerte” o un capricho. No es un Erasmus. Muchas de estas personas han vivido en condiciones de escasez o miseria que, en ausencia de un estado del bienestar efectivo, se convierte en una amenaza existencial tanto para ellos como para los suyos.
«Si te rompes una pierna nos morimos de hambre». Joder, no es moco de pavo vivir con eso.
En los contextos más hostiles o deprimidos puede producirse, también, una lucha por la supervivencia. Es decir, la sensación constante de estar en guerra entre personas o grupos para sacar la escasa tajada que promete esa vida, con todo el odio y la inquina que implica eso. Es decir, que la envidia, sí, la envidia, se convierte en una emoción clave en el desarrollo de las personas, llevándolas a medirse constantemente con sus semejantes y confundiendo las propiedades con las oportunidades de supervivencia, o con el valor de una o uno mismo. Porque, en contextos neoliberales en los que predomina la miseria, se da una suerte de darwinismo extremo: perecen los “peores” —nótense las comillas—, es decir, los menos preparados.
Porque la envidia es adaptativa cuando nos lleva a luchar por la supervivencia física (ayuda a luchar contra los otros cuando los recursos son escasos), psicológica (prioriza los propios intereses sobre los de los demás, reafirmando la propia dignidad) y moral (ofrece un sentido de valor y pertenencia al priorizar las necesidades de los nuestros frente a los que nos son ajenos); pero también puede marcar el desarrollo de las personas, empañando la mirada hacia los demás, que pasan a percibirse como hostiles, competidores o peligrosos.
Esta envidia no es la misma que recordamos quienes hemos vivido en un entorno de abundancia. Nosotros hemos podido sentir envidia porque alguien tenía cualidades que nosotros no tenemos (era más listo, más guapo o corría más) o porque tenía algo que nosotros anhelábamos (un reloj, una videoconsola o un muñeco molón), pero no ha implicado un riesgo para la vida ni una posición existencial. Por eso nos cuesta tanto empatizar con ella, y la juzgamos como una emoción primaria, infantil, que invalidamos con nuestro juicio moral desde una posición de privilegio.
En muchas personas se da la paradoja de que emprenden un proceso migratorio para huir de la escasez y de la envidia, y llegan a un contexto en el que esas motivaciones no se pueden satisfacer. Por un lado, se les impone un techo de cristal —especialmente a las mujeres— que les aboca a seguir siendo “lo más bajo de la sociedad”. Y ese estar en el sustrato más precario, estimula, como es lógico, todos los miedos asociados a la precariedad y la carencia, así como una comparación en la que salen perdiendo frente a los demás. Además, no terminamos de ser conscientes de los niveles de xenofobia que sufren las personas migrantes a diario, dándoles, en muchas ocasiones justo donde más duele, en la línea de flotación, recordándoles que, por mucho que se esfuercen, nunca van a estar a la altura de los nativos de este contexto.
Todo ello se vuelve, si cabe, más perverso cuando estas personas se ven obligados a depender de un sistema de beneficencia —sí, beneficencia— clasista, como los servicios de Lanbide, donde se les presupone culpables de esquilmar el erario público y, en consecuencia, se les dificulta los procesos para acceder a los mínimos materiales que les permiten garantizar su supervivencia.
En estas condiciones, es lógico que muchas personas sientan, no sólo que la sociedad de destino no es acogedora, sino que también es hostil y que les expone sistemáticamente a las mismas amenazas que se han esforzado por dejar atrás, con todas las renuncias que implica un viaje sin retorno.
Vive tú con eso.
No es extraño que, en estas condiciones, las familias migrantes vivan con la amenaza constante de la miseria y que, en consecuencia, articulen mecanismos excepcionales para tratar que sus hijas e hijos, es decir, sus seres más queridos, no caigan en ella, ¿verdad? Porque para ellas, el fracaso en los estudios, el no integrarse en la comunidad, o el no conseguir un trabajo, no es sólo un problema, sino que es una cuestión vital.
Les va la vida en ello.
Esto choca un poco con el discurso de Trump, ¿verdad? Pues que le den al macaco naranja, que me tiene hasta la raja del culo.
No es extraño que las familias migrantes hagan un esfuerzo sobrehumano para salir adelante, sostener su dignidad en un entorno xenófobo, y procurar que sus hijas e hijas cumplan con ese legado familiar: “hay que esforzarse a tope y triunfar”, porque eso es lo que sostiene la seguridad y la identidad familiar. Y la alternativa es la muerte, como si jamás hubieran salido del contexto que amenazaba sus vidas.
Pero este “esforzarse a tope”, choca con los recursos asociados a la mentalización. En ausencia de otro relato, se sobreentiende que dejar fluir a las emociones (miedo, rabia, etc.) o promover la individualidad de las niñas, niños o adolescentes, es un factor de riesgo que les expone a un riesgo vital: la extinción. Porque lo que hay que priorizar es el éxito, el dinero, es decir, la supervivencia.
Lo digo porque, a veces, atribuímos la falta de mentalización a cuestiones relacionadas con la cultura (“es que vienen de allí”) o a la ausencia de capacidad (“el principal indicador de incapacidad marental y parental es la dificultad para colocarse en el lugar de las hijas e hijos”), sin considerar que la misma naturaleza del problema impone estrategias adaptativas que implican la desactivación de esa misma mentalización.
Porque, en una relación de desconfianza con la mentalización o, si me apuras, considerándola un enemigo, hay pocas cosas que se pueden hacer. Por eso, no es raro que estas familias caigan en la negligencia (“no puedo ver cómo fracasas y pereces”), el autoritarismo (“te voy a imponer la supervivencia”) o la desconfirmación (“si no te esfuerzas, no eres de los nuestros”), cosas todas ellas que van a tener, sin duda, un profundo impacto en las niñas y los niños, pero no tanto porque sean recursos desadaptativos, sino por la ausencia de mentalización que anula, también, los procesos de reparación que son tan relevantes en la securización de los vínculos de apego.
No sé tú, pero yo me he encontrado con muchas familias migrantes que, cuando nos salíamos del “tema de su vida”, a saber, del riesgo existencial, y empezaba a preguntar por curiosidad sobre su experiencia migratoria y por sus esfuerzos, coño, reactivaban su capacidad de mentalización.
Hostia, pues sí que tenían de eso.
Sea como sea, estas condiciones hacen que recaiga sobre las hijas y los hijos todo el peso del legado familiar: “hay que triunfar, porque es la única forma de sobrevivir”. Y aquí suele darse un fenómeno muy curioso entre los hermanos o hermanas: uno suele aceptar el legado, y otro suele revelarse contra él. Suele ser el hermano (o hermana) mayor el que acepta el legado de la familia, y sigue los pasos de sus padres, haciendo un esfuerzo formidable para triunfar, y sostener a todo el sistema familiar. Ese hermano (o hermana) recibe, a cambio, todo el reconocimiento de sus padres, mientras que los otros (o las otras) se convierten en los competidores que nunca, jamás, van a poder alcanzar su nivel, pero que también son libres para emprender su propio camino. Porque, ya sabes, si al menos un hijo tiene una buena posición, puede hacerse cargo de toda la familia. No se trata de que estos hermanos díscolos no se esfuercen o no lo deseen, sino de que siempre van a salir perdiendo en una comparación que no puede ser sino desigual, desde el momento de partida. No se puede competir contra otra persona que dispone de más edad y de la confianza de los mayores y que, además, en muchas ocasiones se utiliza como ariete contra los hermanos (o hermanas) que no cumplen con el legado intergeneracional, en plan, “mira a tu hermano (o hermana), él sí que lo hace cojonudo”.
Sin saberlo, muchos padres y madres acaban ejerciendo el mismo tipo de violencia que tanto les ha hecho sufrir y sigue haciéndoles sufrir a ellos. Discriminan a los hermanos (o hermanas) díscolos, cargando contra ellos, y comparándolos con el “hermano (o hermana) bueno”, restándoles privilegios y valor, en la idea, fantástica pero firmemente asentada, de que lo que necesitan es saber lo que vale un peine, para reaccionar y llegar a estar en condiciones de sobrevivir. Como muchas funcionarias y funcionarios de Lanbide. Es un isomorfismo claro con la violencia xenófoba que ellas y ellos mismos han padecido, en la que el mundo les decía que tenían que esforzarse por ser como la sociedad de destino dicta, pero que, si aceptaran el juego, atentaría contra la propia dignidad: “si acepto que tengo que ser diferente, estoy aceptando, también, que hay algo de malo en mi naturaleza e identidad”.
¿Cómo se resuelve eso?
La prioridad en el trabajo con las familias en las que detectamos estos patrones no es —tal y como te van a decir— tratar que los padres satisfagan mejor las necesidades de sus hijos o hijas, o que activen una actitud mentalizadora hacia ellos. Eso no suele funcionar por lo que ya he dicho: la mentalización implica un riesgo existencial para las hijas e hijos, y es lógico que las personas adultas se revelen contra lo que amenaza su forma de criar y educar. Lo primero es, quizás, hacer explícito el relato asociado al proceso migratorio, sus duelos, sus traumas, las violencias sufridas y el impacto de la envidia, facilitando espacios en los que los adultos puedan reconocer las violencias potentes y sutiles sufridas —primero las ejercidas por los servicios sociales en los que curramos—, activar la visión de la propia mente (reflexionar sobre mi mente) y la automentalización (ser compasivo con lo que me ha pasado y siento), conectando con los puntos que les pueden dar seguridad a ellos, y a los pequeños y pequeñas de las que deben cuidar.
La seguridad primero.
Porque va a ser, en todo caso, esa seguridad, primero nombrada y luego sentida, la que, con suerte y tiempo, va a permitir la mentalización hacia la infancia que sufre, separando la experiencia de las persona adultas (terror), de una infancia que, gracias al esfuerzo de sus mayores, puede permitirse ser ella misma, sin miedo a la miseria y la violencia que estos han tenido que padecer.
Sencillamente, no se puede reconocer el sufrimiento que no hemos padecido. Y reconocer ese sufrimiento es una forma indirecta de preparar la mente para poner en valor, primero lo esfuerzos realizados y, luego, los resultados obtenidos, aunque estos no estén a la altura de las expectativas impuestas o que las personas migrantes han soñado.
Y este es un puntazo al que llegar… El agradecimiento sincero y sin cortapisas del esfuerzo que los adultos han hecho para que las niñas y los niños tengan una vida mejor, y que, en esta segunda generación, ya se empieza a poder disfrutar de otra manera.
Por favor, dejad de violentar a las familias migrantes atribuyéndoles automáticamente incapacidad parental. Y empecemos a aceptar que, como profesionales del sistema de bienestar social, hemos terminado por creernos la idea de que, si el estado cubre las necesidades básicas de las personas, estas “deben” vivir en tranquilidad y correspondernos con un agradecimiento que no merecemos.
La madre que me parió.
Y que nos parió a todas y todas los que sentamos cátedra desde el privilegio.
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* No hace falta que lo diga, ¿verdad? Hablar de estos patrones no implica, en ningún caso, que estos sean aplicables a todas las familias migrantes, ni mucho menos. Sólo trato de aportar ideas que permitan un acercamiento mejor, más empático, securizante y respetuoso, a una realidad oculta que tantas veces está presente, y que no podemos ver desde el púlpito que ocupan nuestras barrigas llenas desde el nacimiento.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
