[…] Pocas cosas generan más inseguridad que el hecho de que nuestras hijas o hijos desarrollen una forma diferente de protegerse o enfrentarse al mundo. […]
Pocas cosas generan más inseguridad que el hecho de que nuestras hijas o hijos desarrollen una forma diferente de protegerse o enfrentarse al mundo.
Esta discrepancia es una de las cosas que más malestar generan en las familias, y uno de los problemas que tienen más posibilidades de enrocarse, generando un malestar profundo. Sin embargo, parece que estamos mal hechos, porque es habitual que este fenómeno se produzca y reproduzca, como si estuviésemos atrapados en un guión en el que amenaza un destino trágico.
Es algo que acontece en muchas familias, pero a lo que son más vulnerables las familias adoptivas, ya sabes, por eso de que a veces las chavales y los chavales tienen comportamientos difíciles de explicar, y se han sometido al bombardeo que les dice que tienen que “redirigir” el comportamiento de las pequeñas o los pequeños, creyéndose que tienen más capacidad y recursos para hacerlo de lo que la realidad de las relaciones humanas impone.
Sea como sea, nuestras hijas e hijos suelen desarrollar PARTES PROTECTORAS —ya sabes, los personajes que toman el control cuando aparece la inseguridad, el peligro o la amenaza— que NO son las nuestras, ¿verdad? Que incluso a veces parecen incompatibles. Y acabamos criando un manatí en el nido del cuco, con todo lo que ello implica.
¿Por qué pasa eso?
¿No sería más fácil que nos imitaran también en esto?
No se trata de hacer un tratado al respecto. Para eso, están las y los académicos. Pero podemos soltar algunas hipótesis u opiniones severamente simplificadas. Yo que sé, igual sirve de algo.
Lo primero que resulta evidente es que las partes protectoras que desarrollamos están muy condicionadas por la cultura, o más bien de las narrativas que legitiman en nuestro contexto los comportamientos humanos. Y nosotros somos de una generación que ha comulgado con hostias diferentes a la de las hijas e hijos que hemos engendrado.
Relacionado con esto, es muy importante considerar la cuestión del género y las barreras invisibles que impone, sobre todo, para las mujeres, para quienes determinadas respuestas adaptativas no son legitimadas, ni en la familia, ni en otro tipo de contextos.
Es fácil de entender. Para que una parte nos proteja, debe ser legitimada por el entorno. De no ser así, va a recibir tantas presiones y golpes que va a acabar siendo más fuente de inseguridad que lo contrario. Y la realidad es que nos hemos criado en un mundo diferente al de nuestras hijas o hijos.
Por ejemplo, en nuestra época —salvo excepciones— estaba mal visto enfocarse en el éxito y el dinero. Era de chulos, flipados y charlatanes. Sin embargo, ahora tenemos a una juventud que ensalza el estilo de vida salvajemente opulento de algunos sujetos que se han convertido en ídolos mediáticos (E. Musk, J. Bezos o el mismo A. Llados, con sus burpies y Lambos), hasta el punto de que hay quien desarrolla “alien selfs” para parecerse a ellos.
Como si ponerse su careta atrajera su éxito y su dinero.
El carácter también influye. Hay personas que tienen más facilidad para desarrollar partes protectoras asociadas a la respuesta de lucha, otras a la huída, y otras —quizás las más sensibles— al bloqueo o el colapso. Nuestro sistema nervioso impone una barrera, dificultándonos o negándonos determinadas formas de protegernos o, al menos, impidiendo que ocupen un lugar privilegiado como “directivas” (ver teoría sobre los IFS).
Pero a esto se le suma otra cosa. Y es que, si un progenitor tiende a utilizar, por ejemplo, partes protectoras asociadas a la lucha, es muy probable que su hija o hijo no “resuene” en la misma frecuencia porque, como sabes, nuestros sistemas nerviosos autónomos se influyen entre sí, y rara vez coinciden los estados. Por ejemplo, si un padre se viene muy arriba, cagándose en todo lo barrido, lo más probable es que su hija o hijo pequeño, en una situación de evidente vulnerabilidad, se venga abajo, abrumado por los acontecimientos.
Y así con todo.
Otra cosa que parece bastante evidente es que las partes protectoras que emergen tienen mucho que ver con la relación que nuestras hijas e hijos tienen con nosotros.
Si la relación es mala, es muy probable que traten de diferenciarse de nosotros, y parecerse a otros miembro de la familia con quien estén más armónicamente identificados. «Yo no soy como tú. Me das asco.»
Llegados a este punto, pensarás que ayuda en algo tener una buena relación para que nuestras hijas e hijos se protejan de una forma parecida a como lo hacemos nosotros, ¿no? Pues nada más lejos de la realidad, colega. Ponte en el lugar de una canija o un canijo, que ve y siente como inalcanzable la forma de ser de su padre, 35 años más evolucionada. ¿Cómo podría llegar yo a ser eso? A lo que se añade el hecho de que, cuando una madre o un padre detecta que su hija o hijo tiende a protegerse como él, no es extraño que aparezcan cierto tipo de presiones, como si dijera, y repitiera, y repitiera, y repitiera, que debe hacer más esfuerzo y ponerse las pilas, porque todavía está más crudo que un filete pastando.
No es extraño que, en estas condiciones, una pequeña o un pequeño se acabe hartando. Que evite como le resulte posible ese diálogo en el que es denostado y en el que se aplasta su autoestima. Sí, su autoestima, porque en ausencia de determinados procesos, acabamos sintiendo con certeza que “somos” la forma como nos protegemos del mundo. Por eso, duele que te cagas que nos digan que somos insuficientes en eso.
No suele verse, pero la misión impuesta a una niña o una niño de que se proteja como lo hacemos nosotros, suele colocarle en un conflicto de lealtades muy difícil de resolver, porque si un miembro de la pareja le pide que “sea como él” para satisfacer su inseguridad, probablemente tenga que fallar al otro, a quien le abruman los mismos miedos.
Que sí, hay peña con una salud mental que lo flipas. Pero es muy complicado percatarse de estas cosas que ocurren tras el telón, entre bambalinas, en el terreno de lo reactivo o inconsciente. Y que la mayor parte de las niñas y niños que tienen dos progenitores, hombre y mujer, mujer y mujer, u hombre y hombre, se encuentran en el mismo tinglado: asemejarse a uno implica, en el mejor de los casos, preocupar y, en el peor, traicionar de alguna manera al otro. Quizás por eso acaben desarrollando una tercera parte protectora que les aleje de este conflicto.
Tiene algo de sentido, ¿no? Es una forma de sostener la propia autonomía, de evitar movidas y, sobre todo, de proteger la relación entre sus padres, que se siente flaquear por momentos.
Todo esto se suele agravar, más si cabe, llegada la adolescencia. Esa época en el que el cerebro se reconfigura para dar paso a la autonomía, muchas veces, por oposición a los mayores. Y no hay forma más eficiente de sentirse un ser independiente que haciendo lo contrario a lo que tu madre o tu padre quieren o esperan. Es parte de un proceso, en el que la o el adolescente tiene que lanzarse a explorar por su propia cuenta y riesgo el mundo, descubriendo quién es, y qué lugar va a ocupar en el mundo.
Nada sencillo.
El problema es que esto, a menudo, se siente como un problema, valga la redundancia. Y lo que es una natural proceso de exploración se siente como una amenaza para toda la familia, que acaba luchando contra ello. Y —no hace falta que te lo explique, ¿verdad?— cuanto más se lucha por tener el control sobre el chaval o la chavala, más se pierde, porque la autonomía, la exploración y la aventura, tiran más si cabe de ellas y ellos.
Pero lo que no suele verse cuando andamos ahí atrapados, a hostia limpia, es que en ese conflicto y luego fuera, nuestra adolescente o nuestro adolescente ha experimentado mayores y mejores formas de protegerse, motivado por esa hiperreactividad emocional que le dan las hormonas, y la plasticidad que le otorga la poda neuronal, a veces de una manera más segura, otras veces huyendo, otras luchando o yéndose a la mierda a través del colapso o el bloqueo. Y que, cuando de partes protectoras se trata, en esa riqueza hay un montón de valor, porque, como decimos siempre en este blog tan aburrido, ESTAR BIEN cuando las cosas van mal, es seguir en MOVIMIENTO.
Y es justo ese movimiento el que puede, en cierto momento, ayudarles a sentir que pueden protegerse también como lo hacen su padre o su madre, según las circunstancias, llegando a otro punto de ajuste, más cercano. En el que podamos volver a conectarnos y sentirnos seguros, viendo, a veces son suma sorpresa, y otras veces flipando, que tenemos, ahora sí, también, la misma forma de protegernos.
Porque lo que ayuda a acercarse desde los mecanismos protectores es, entre otras cosas, tener la flexibilidad para optar, también, por otros de ellos.
Hostia, qué guapo, ¿no?
Pues a menudo lo vemos.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
