[…] Todas las familias funcionan así, sin apenas excepciones. Es la forma que un grupo de personas tiene de estructurar su funcionamiento a través de una narrativa que les otorga valor, dignidad, orgullo, y la sensación de ser capaces de decidir sobre su futuro. Pero, a veces, la forma de protegerse de alguno de los miembros entra en conflicto con todo esto. […]
Todas las familias tienen una historia. Y esa historia tiene un tema principal que habla de los valores que son innegociables, tan innegociables que, si hay una persona que no los respeta por encima de todo, se arriesga a ser excluido.
Es como si el grupo dijera «nosotros no somos así», con todo lo que ello sugiere e implica.
Normalmente, las personas que forman parte de la familia se adhieren a esa narrativa de manera inconsciente. Es como un marco de referencia que sostiene la identidad del sistema y, por tanto, de cada uno de sus miembros, dándoles un lugar en la jerarquía: si cumples bien con el mandato, estarás arriba, pero, si cumples peor, te quedarás abajo en el reparto de beneficios y privilegios.
Y si no cumples… yatusabes.
Todas las familias funcionan así, sin apenas excepciones. Es la forma que un grupo de personas tiene de estructurar su funcionamiento a través de una narrativa que les otorga valor, dignidad, orgullo, y la sensación de ser capaces de decidir sobre su futuro. Pero, a veces, la forma de protegerse de alguno de los miembros entra en conflicto con todo esto.
Y ahí, es donde surgen problemas complejos y, a veces, severos.
Piensa, por ejemplo, en cómo puede sentirse que un miembro sea sumiso cuando toda la historia familiar dice y repite que en casa hay que ser alguien, e imponerse en la competición con el resto.
O cómo puede sentar en un sistema en el que cumplir las reglas morales y sociales es un rasgo de identidad casi absoluto, que un adolescente consuma estupefacientes y/o trafique con ellos.
O cómo puede encajar que una adolescente fracase en los estudios cuando toda la familia se ha dejado los cuernos para sacarse una buena carrera y hacer dinero.
Se enfrentan, entonces, dos fuerzas de la naturaleza incompatibles y demoledoras. Por un lado, la necesidad de cohesión de la familia, que pasa por adherirse a la historia dominante; y, por otro lado, la necesidad de protegerse del individuo designado, a la que no va a renunciar por nada del mundo. Y cuanto más presiona una, más presiona la otra.
¿Cómo se sale de esto?
Lo habitual es que la mayoría presione a las persona díscola para que cambie, atribuyéndole que su comportamiento o actitud está basado en malas decisiones o las ganas de joder al resto. Pero está claro que este modelo de soluciones no vale sino para empeorar las cosas. Porque en esta guerra, la persona afectada cada vez se resiste más y se perjudica a su relación con el grupo, incrementándose la sensación de expulsión o abandono. Y eso, a su vez, ratifica a la familia en que deben motivar un cambio en la persona resistente, para no perderla y que vaya por mal camino.
Lo que suele funcionar es hacer visibles estas lealtades, ponerlas en valor, y enriquecer el relato hasta que no se vea tan incompatible con esas actitudes protectoras.
Porque un sujeto sumiso —en una familia en la que el mandato es destacar— igual está viviendo una historia formidable de resistencia, o igual está guardando recursos para otra batalla que, para él o para ella, es más relevante. Quizás esté viviendo un momento de importancia capital del que puede sacar motivación extra para tomar partido en su historia.
Porque una persona que fracasa en los estudios —en una familia en la que el éxito es capital— puede estar recorriendo en paralelo un camino que le acerca a su verdadera identidad, a sus verdaderos gustos, a sus verdaderas capacidades, que son, precisamente, las que pueden llevarle a triunfar en el mundo.
Y un chaval que se droga —en una familia que cumple con las normas— igual es una forma de sobrellevar una alta sensibilidad que le hace sufrir demasiado en un mundo demasiado hostil, competitivo o violento.
O yo qué sé.
Pero, lo que sí que sé, es que incluso las personas que se protegen de formas que parecen incompatibles con el mandato familiar, en el fondo hacen intensos esfuerzos por ser parte de la familia y cumplir con los valores que, para ellos, también son fundamentales. Pero, a veces, se encuentran con escenarios internos en los que su sistema nervioso autónomo no les acompaña: tal es la exigencia de estar a la altura que, a veces, uno decide lanzarse al vacío y cascarse una hostia para descansar un rato. Pero esa hostia no implica que no den valor a lo mismo que exalta su propia familia.
Y es justo reconocerlo.
Porque, si algo pasa con las lealtades familiares es que ponen el ojo en lo visible, en los resultados. Y es una pena que se obvien los esfuerzos que las personas están haciendo, aunque no les acompañen los resultados.
¿Verdad?
Porque, ¿cuál es la historia que define a tu familia?
¿Cuáles de tus esfuerzos se han pasado por alto?
—
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
