[…] Freno Vagal. Es el recurso que tiene nuestro cuerpo para bajar la intensidad cuando ésta amenaza con pasar demasiada factura al cuerpo. De forzar cierta calma cuando se percibe unos mínimos de seguridad. De ayudar al descanso. Una especie de válvula de emergencia para liberar cortisol, que nos deja planchados como una sábana vieja. […]
A veces, siento que se me acaban las pilas.
No tengo fuerzas para nada, y estoy especialmente vulnerable. Tiendo a retraerme, pero no encuentro nada dentro de mí mismo. Es como si hubiera sufrido un apagón general: no me vienen imágenes a la cabeza, me cuesta sobremanera pensar, y apenas siento el cuerpo. Si me fuerzas a hacer algo o a salir de ese estado, es posible que te lleves una mala contestación; y, a nada que aparece un problema más o menos complicado, me bloqueo o colapso con una facilidad tremenda.
Este estado suele sobrevenir después de un episodio de sobreestimulación o intensidad sostenidas en el tiempo. Es como si se me hubieran fundido los fusibles, y sólo funcionaran las luces de emergencia.
Freno vagal. Es el recurso que tiene nuestro cuerpo para bajar la intensidad cuando ésta amenaza con pasar demasiada factura al cuerpo. De forzar cierta calma cuando se percibe unos mínimos de seguridad. De ayudar al descanso. Una especie de válvula de emergencia para liberar cortisol, que nos deja planchados como una sábana vieja.
Todas las personas hemos pasado alguna vez por este estado, pero nos pasa con más frecuencia a quienes tenemos rasgos neurodivergentes. Sencillamente, somos más sensibles a estímulos que a otras personas les pasan desapercibidos, y no disponemos del apoyo social que necesitamos para lidiar con ellos.
Cuando estamos en este estado, es muy complicado que la gente sepa qué nos pasa. Y no suelen actuar casi nunca de la forma que necesitamos.
«Venga, quédate un rato más.»
«No sé qué te pasa, tío.»
«Estás albardado.»
«No te enteras de nada.»
«No seas rancio.»
Sencillamente, no pueden colocarse en nuestro lugar, entre otras cosas, porque a ellas y ellos no les pasa tan a menudo. Pero, lo peor de todo, es que, a veces, nos creemos que algo marcha mal en nuestra persona y hacemos esfuerzos para comportarnos igual que ellos. Unos esfuerzos que, lejos de ayudarnos, perpetúan este estado, al introducir más tensión si cabe en el sistema nervioso.
Me atrevo a decir que muchas depresiones pueden explicarse así, a través del círculo vicioso que provocan estos mensajes que, de tanto oirlos, las personas afectadas han internalizado: caigo en el freno vagal, me agito por dentro tratando de comportarme de manera normal, de no hacer daño, de salir adelante, y eso impide que mi sistema nervioso encuentre el descanso que necesita, viniéndose más y más abajo.
Entonces, claro, los niveles de serotonina bajan al ser incompatibles con la necesidad de reposo y el parón de la actividad intestinal, y si no se sale de este estado, se perpetúa el bajón en el tiempo. Es la excusa perfecta para que el modelo psiquiátrico biomédico te medique hasta las trancas, confirmando la hipótesis —demostrada falsa— de que la causa de la depresión es un déficit en este neurotransmisor tan importante para nuestro funcionamiento.
Que me mires los niveles de serotonina cuando estoy de bajón, y que den por los suelos, no dice nada acerca de un déficit o una carencia en mi cuerpo.
Sin embargo, quien ha quedado atrapado en el freno vagal no es una enferma o un enfermo. No hay nada que funcione mal en su cuerpo. Sencillamente, ha estado expuesto a niveles de estrés, intensidad o malestar intolerables, no tiene el apoyo necesario, ha internalizado una forma de enfrentarse al sufrimiento que no le ayuda, y se enfrenta a un problema que, por su propia naturaleza, invita a soluciones que lo agravan o perpetúan en el tiempo.
La medicación puede ayudar a mantener cierta actividad en la vida, es verdad, pero, mientras tanto, el cuerpo se resiente porque sigue luchando contra las necesidades primarias que no están siendo atendidas.
De ser así, la medicación —tantas veces pautada, en vez de acordada con el paciente, y sin el debido consentimiento informado— es otra forma de violencia institucional ejercida directamente contra los cuerpos. Contra los sistemas nerviosos autónomos que ejercen bien la función de protegernos.
Me pregunto hasta qué punto la medicación antidepresiva, en estos casos, está provocando más daño. Y no sólo de manera directa, a través de las contraindicaciones que figuran en el prospecto, sino por mantener en niveles de actividad óptimos a un cuerpo que ha echado el freno para no reventar en mil pedazos.
Porque no olvidemos que la sobremedicación suple la terapia que no se puede pagar el populacho, porque en la práctica sigue sin entrar en los planes de salud pública.
Por de pronto, podemos empezar a reconocer estas sensaciones como algo natural, asociado a una necesidad muy profunda de descanso.
¿Las reconoces en ti o en los tuyos?
—
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
