El pie en la puerta

[…] Un malestar muy intenso que emerge de la disonancia cognitiva que enfrenta dos ideas contradictorias: quiero tratar bien a las personas, pero formo parte de instituciones que son esencialmente maltratantes. […]

La incomodidad debería ser una obligación para las y los profesionales de los servicios sociales.

Me refiero ese malestar que no cesa, que es profundo, y que enraíza en captar honestamente y sin ambages la diferencia entre lo que deberían ser estas estructuras, y lo que verdaderamente son. 

Un malestar muy intenso que emerge de la disonancia cognitiva que enfrenta dos ideas contradictorias: quiero tratar bien a las personas, pero formo parte de instituciones que son esencialmente maltratantes. Y da igual lo que haga al respecto, porque, si cobro un sueldo, me veré obligado a ejercer diferentes formas de violencia hacia personas a las que ya les ha jodido suficientemente la vida. 

… hacer leña del árbol caído. 

Y es que no hay demasiadas opciones. O te mantienes en tensión, aceptando la carga que ello implica en tu vida laboral y personal —sí, te lo vas a llevar a casa—, o haces como el amigo Paco, ya sabes, que resuelve esa tensión plegándose a la presión corporativa. 

Porque Paco, paquito mío, no tiene malas intenciones. Él también hizo la carrera deseando ayudar a los demás o, al menos, no jorobar demasiado la marrana, pero llegó un momento en el que tuvo que decidir entre colocarse en una posición de rebeldía y enfrentarse al ostracismo o a un posible despido, o “hacer cómo” que formara parte de los suyos. 

Quizás, en ese momento, no le hacía ni puta gracia reír las gracias a los violentos —sí, la mayoría de nosotras y nosotros lo somos—, pero hizo alguna concesión para que no le metieran un palo por el culo, en plan, me río de una gracia que no tiene ninguna gracia, o digo que sí a una pequeña mierda para evitarme un conflicto. 

La faena es que así se inicia el fenómeno del “pie en la puerta”, ya sabes, pequeñas concesiones aparentemente sin relevancia y que se justifican fácilmente, abren paso a mayores concesiones, que tampoco parecen tener demasiado peso, hasta que uno se convierte en lo contrario a lo que quería ser, sin darse cuenta. 

Acabas convencido de que haces lo correcto, aunque acabes hirviendo a niñas o niños pequeños para dárselos de comer a los perros. 

Pero, oye, que no naciste así de cabrón. Que antes eras un chico bueno. Lo que pasa es que es muy complicado asumir, tolerar y permanecer en la tensión entre ser ético y pertenecer a un grupo que justifica con argumentos morales tantas formas tan evidentes de violencia. 

Por eso, repito que es im-pres-cin-di-ble CULTIVAR esa INCOMODIDAD, a saber, hacer lo posible para estar jodidos en la disonancia cognitiva. Es una factor de protección para nuestra honestidad, y para las personas a quienes acompañamos. 

Y, para eso, es preciso tomar acción. Hacer cosas. Implicarse en colocarse en un lugar incómodo, para no priorizar las palmaditas en la espalda y una vida amable y tranquila. 

Pequeñas rebeldías que te resulten tolerables —coño, no se trata de inmolarse vivo—, pero que te impidan acomodarte en una poltrona que resulta especialmente seductora cuando enfrentamos, además, la amenaza del trauma vicario. 

Por ejemplo, a mí, siempre que me piden primeras impresiones acerca de un caso, opto por contar sólo lo que supuestamente es bueno. Me parece un deber moral para contrarrestar la información que me llega de informes de derivación, muchas veces engordados para derivar el caso a los servicios sociales especializados. 

Un poco de justicia narrativa. 

Y habrá quien diga que estoy tuneando la realidad, o construyendo una realidad ficticia, ¿no?

Pues no, amigas y amigos. Porque lo que llamamos factores de riesgo psicosocial son, en muchas ocasiones, los ajustes que las familias y la infancia han podido hacer para lidiar con el estrés tóxico, y es injusto que yo los nombre o los evidencie, sin antes haber sido capaz de darles un sentido. 

Así que mejor me los callo. Los omito. Porque el principal principio ético debería ser no maltratar más a quien ya ha sido demasiado violentado. 

Ahora bien, eso me coloca casi necesariamente en esa postura incómoda que estamos buscando, porque, al decir sólo las cosas buenas, automáticamente se te atribuye una alianza implícita con las personas a las que acompañas, en contra de las o los profesionales implicados. 

¿En contra? ¿Por qué? Pues va a ser que nos estamos retratando. 

Porque estar a favor de la gente a la que supuestamente tienes que apoyar no tendría por qué ser una amenaza para nadie. 

Sea como sea, necesitamos esas pequeñas rebeldías, tolerables, para seguir sintiendo en nuestras propias carnes la misma violencia que padecen las personas a las que acompañamos. Es un antídoto contra el “pie en la puerta”, aunque nuestra salud mental y cardiovascular se resienta por momentos. 

¿Lo ves?

¿Qué haces tú para lidiar con esto?

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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