[…] En este cacao familiar, no es extraño que uno de los hermanos (o hermanas), habitualmente el mayor, actúe lo que su padre o su madre no pueden poner en marcha, colocándose en una posición de superioridad frente al hermano menor. Un hermano menor al que, ahora que ha sido subyugado por el otro, pasa a cumplir la función de chivo expiatorio, es decir, a asumir como suya la responsabilidad que sus progenitores no pueden tolerar. […]
Cuando hay una sensación de fracaso enorme en los progenitores, no es extraño que la fratría quede dividida entre el hermano (o hermana) identificado como bueno, y el que es señalado (o señalada) como problemático.
Esto tiene mucho sentido a la luz de la experiencia de unos progenitores muchas veces sobrepasados por la sensación de haber dañado a sus hijos (o hijas): el daño está hecho, el pasado no se puede recuperar, por lo que no hay esperanza de que las cosas mejoren. El estado basal del sistema parental queda, entonces, empañado por el vagal-dorsal, quedando bloqueados, impotentes ante los acontecimientos y con un sentimiento de vergüenza brutal. A fin de cuentas, su han dañado a sus propios hijos (o hijas), ¿qué dice eso de lo que ellos son?
En este cacao familiar, no es extraño que uno de los hermanos (o hermanas), habitualmente el mayor, actúe lo que su padre o su madre no pueden poner en marcha, colocándose en una posición de superioridad frente al hermano menor. Un hermano menor al que, ahora que ha sido subyugado por el otro, pasa a cumplir la función de chivo expiatorio, es decir, a asumir como suya la responsabilidad que sus progenitores no pueden tolerar.
Es como si dijera: “coño, mirad, descargad vuestra culpa y vuestra vergüenza, ¿no veis que el malo soy yo?”
En consecuencia, el hermano mayor puede situarse como persecutor hostil del hermano díscolo —en el mejor de los casos—, o como ejemplo para él —en el peor. Pasa a obtener, así un gran reconocimiento por parte de sus mayores, que le sienten no sólo como un apoyo, sino capaz de cuidar, proteger o poner en marcha lo que ellos desearían hacer.
Mientras, el hermano (o hermana) menor pasa a ser el blanco de todas las críticas. Unas críticas que provienen no sólo de sus padres, sino también de un hermano (o hermana) mayor, a quien ahora, el verle como aliado de sus progenitores, percibe como un verdadero traidor. En consecuencia, la rabia puede ser brutal y, en caso de ser expresada, puede ratificar la opinión que la familia se ha formado sobre él: es la oveja negra, el que causa sufrimiento y el que es una carga para los demás.
Asoma el círculo vicioso, ¿verdad?
¿Se ve?
Cuanta más rabia expresa el pequeño (o la pequeña), más se esfuerza la coalición intergeneracional (madre, padre y hermano) para que vuelva a redil, dejándole, de paso, la sensación de que él (o ella) no es bueno, suficiente o que nunca podrá estar al nivel de los demás.
Se consigue así un estado de equilibrio. Los padres se sienten un poco mejor (“nosotros no somos, es evidente que es él”) y mantienen cierta esperanza (“cuando se dé cuenta y cambie, todo estará bien”), sin poder entender —no porque no tengan capacidad, sino porque su estado nervioso se lo impide— que el hermano pequeño sacrifica su dignidad para equilibrar la balanza de la vergüenza que está destrozando a las personas que más quiere, porque es menos doloroso verse como un mierdas que perder a las únicas personas de las que se aspira a obtener algo de seguridad.
Y en este marronazo, claro, es muy difícil intervenir.
Pero todo cambia si prestamos atención a la figura del hermano (o hermana) bueno. ¿A que sí? Porque éste se encuentra en una posición privilegiada en el sistema familiar: tiene el reconocimiento de sus padres, y eso le coloca en un lugar mágico y maravilloso para cumplir, precisamente, la misión que se le ha encomendado: la de liberar al sistema del terrible malestar.
¿Cómo?
Liberando de la carga que pueda a sus figuras parentales.
La idea es que su posición y la narrativa familiar le ha llevado a buscar el bienestar de la familia cargando contra su hermano (o hermana), vigilándole, sermoneándole, controlándole, manipulándole o lo que le haya dado por hacer. Pero seguramente no haya caído en la cuenta de que es la prueba palpable de que hay muchas cosas que sus padres han hecho bien, tanto con él como con el otro, enarbolando una premisa que siempre es verdad: el sufrimiento de los hijos (o hijas) no es jamás una consecuencia lineal y directa de lo que los padres hayan podido hacer. Y está claro que su padre y su madre han hecho muchas cosas bien.
Lo digo porque los padres, cuando estamos bien jodidos y machacados por la culpa, es muy raro que podamos percibir las cosas así. Vemos las decisiones de mierda que tomamos y el impacto que éstas tienen en nuestros hijos, pero nos olvidamos de que el origen de los síntomas en multifactorial, y que hacen falta muchas casualidades muy tochas para que se produzca la tormenta perfecta y el síntoma pueda aflorar.
Por eso, en estos casos son tan importantes los hermanos (o hermanas) buenas. Son la marca visible de que los padres saben y pueden hacer las cosas bien; y están en una posición privilegiada para agradecer lo que realmente ha podido ofrecer tanto la madre como el padre, restaurando su valor y su dignidad. A pesar de que hayan caído en las trampas en las que todas las personas podemos y solemos caer.
* Recordad, el artículo sólo habla de tendencias. Las cosas no suelen simplificarse así.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
