[…] La gran mentira de la orientación familiar es que te podemos ofrecer herramientas o consejos para llevar a tus hijas e hijos por el camino que deseas que vayan a recorrer. […]
La gran mentira de la orientación familiar es que te podemos ofrecer herramientas o consejos para llevar a tus hijas e hijos por el camino que deseas que vayan a recorrer.
Quizás esta afirmación te choque bastante. A fin de cuentas, las redes están sobrepobladas de profesionales que venden ese producto: “si me sigues, sin contratas mis servicios, lograrás hacer de tus hijas/os personas de bien”. Hasta el punto de que hemos naturalizado que, en ausencia de estas promesas, nuestro trabajo carecería de valor.
A fin de cuentas, ¿de qué me sirve una orientadora o un orientador familiar que no puede prometer a mis hijas/os un futuro mejor?
Desde el amigo Freud, son muchos los autores que han afirmado que la cultura implica un precio a pagar. A mí, me gusta pensar que todo —o casi todo— avance para la humanidad pasa por una SOBRECONFIANZA NARRATIVA en nuestra capacidad de predicción. Es decir, que, para crear algo nuevo, algo que antes no estaba, es necesario proyectar la mente imaginando un futuro mejor, o anticipar riesgos, peligros e incomodidades substanciales ante las que nos debemos proteger.
Pero, lo curioso de todo esto, es que esa anticipación que da lugar a la cultura, no se basa en la racionalidad probabilística —desdeñamos lo abstracto— sino que presenta una ESTRUCTURA NARRATIVA que conecta con nuestra motivación. Son las historias que nos contamos, y las que contamos a los demás, lo que nos permite actuar y sostener determinado modelo de actuación.
Pero esta predisposición narrativa es esencialmente falaz: se basa en el pasado y en las historias que nos nutren y nos han nutrido para tener sólo, tan sólo, una ilusión de predictibilidad. Porque la prioridad de nuestro cerebro es protegernos, y eso no pasa necesariamente por acertar.
La jodienda de funcionar así es que cargamos con una mente que es ESENCIALMENTE PREDICTIVA: que nos ayuda a anticipar lo retos o peligros a los que tanto nosotros como los nuestros vamos a tener que enfrentar. Con una imaginación que no distingue demasiado bien entre lo que está pasando ahora y lo que predecimos que podría pasar, esto provoca reacciones corporales defensivas o protectoras, coherentes tanto con lo que nos amenaza como con lo que intuimos, suponemos o predecimos que nos puede resultar amenazante.
Homo ansietatus.
Y este uno de los sustratos neurobiológicos de muchos cuadros clínicos de ansiedad o depresión, a saber, círculos viciosos en los que el cuerpo tiene la sensación de que debe protegerse urgentemente de algo terrible, hiperativandose o hipoativándose ante lo que está por llegar y se siente como lo puto peor. Sensaciones corporales que, si no se pueden regular, confirman la sensación-sentida de que hay que hacer algo (luchar, huir o desactivarse) para —maldita sea—sobrevivir.
Estos estados ansioso-depresivos, que tienen un profundo impacto en la función ejecutiva de madres y padres y, por tanto, en su capacidad de mentalizar y conectar con la realidad de su pareja o retoños, suelen una de las principales amenazas para las relaciones familiares, porque, como sabéis, cuando uno está jodido, apenas puede atenderse a sí mismo, ¡como para pretender que se fije y sostenga la atención en los demás!
Y justo aquí es donde se promocionan mis colegas. Te dicen que pueden mitigar tu ansiedad ayudándote a controlar el futuro. Espera, que te lo repito: prometiéndote cierto control sobre el futuro de tus hijos. Matan así dos pájaros de un tiro, porque te dicen que van a ayudarte a mitigar toda esa ansiedad (o sensaciones) dándote la seguridad de ir por buen camino, pero colocando a tus hijas o hijos en el centro, en plan, “no conectes con la culpa de hacer estas cosas solo por ti”.
Se coloca así, muchas veces, a las niñas, niños y adolescentes como garantes del bienestar adulto, con todo lo que esa carga puede suponer.
Y aquí es donde está la trampa si la sabes ver. Porque la ansiedad (hiperactivación cronificada) y la depresión (hipoactivación cronificada) sugieren e invitan, en sí mismas, a soluciones que les vienen francamente mal. La primera porque nos lleva a tratar de controlar el entorno y los futuros acontecimientos, dificultándonos cualquier tipo de proceso de duelo o aceptación; y la segunda, porque nos somete a la desesperanza, recordándonos que, por mucho que nos esforcemos, nada puede ser. Así que cuando viene alguien a prometernos el control sobre el futuro, sólo puede hacernos mal, o nos estresa más al pensar en un futuro lejano, al que no tenemos acceso; o nos coloca ante un reto nuevamente imposible, porque no se puede actuar sobre nada que no sea el presente, llevándonos de nuevo a la maldita desesperanza que dice y repite que “nada puede ser”.
En este sentido, estamos mal hechos.
Lo digo con la boca grande: tener cierta previsión de lo que conviene a las niñas y los niños de cara el futuro, está bien; pero el exceso de futuro es iatrogénico tanto para las madres y padres que sufren, como para todo tipo de relaciones familiares. Porque, si hay algo que tienen esas relaciones, es que acontecen en el aquí y ahora, como algo que SE VIVE, y no como algo que haya que controlar.
Prometer a las madres y padres un futuro mejor es, en la mayor parte de los casos, alimentar su sufrimiento, colocando a las hijas e hijos como responsables de su trauma o malestar.
Y eso lo digo yo, no porque sea un ser de luz —me dan asquete los gurús—, sino porque no me tengo que vender, y me zumba el mango la imagen que tengáis de mí.
Pero, lo que sí puedo hacer, es proponeros un EXPERIMENTO MENTAL:
Imagina, por un momento, que puedes meterte en una máquina del tiempo y viajar el futuro de una forma etérea, es decir, sin que nadie te pueda ver ni reconocer. Y que, en ese viaje, decides visitar a tus hijas o hijos, descubriendo que les va fatal. Yo qué sé, que se han muerto de sobredosis, que están en la cárcel, o que andan mendigando para el próximo chute, como los zombies del Fentanilo en Filadelfia, yo qué sé.
Es algo que puede pasar.
Pero, como eres etéreo, no les puedes ayudar. Sólo observar.
Apartas la vista y te diriges de nuevo al Delorean, decidido a hacer algo para cambiar las cosas, cierras el ala de gaviota, y descubres, horrorizada u horrorizado, que el Condensador de Fluzo se ha jodido, y no puedes regresar a 2023. Jamás.
La madre que te parió.
Hecho el duelo, ¿qué recuerdos querrías conservar para sentir que lo vuestro mereció la pena?
Porque igual sí que mereció la pena, a pesar del triste y horrible final.
¿Verdad?
Pues eso, que nadie te quite nunca eso.
Nunca. Jamás.
Gorka Saitua | educacion-familiar.com
