La transición de Perséfone

Imaginamos la gran transición de Perséfone: de diosa secuestrada a reina del inframundo. 

Cuando se cerró la tierra ante sus piés, Demeter trató de contener la brecha. Escarbó con las manos, como si fuera un animal poseído por todas las fuerzas de la naturaleza. Sus uñas se rompieron, la piel se le desgarró, pero no logró abrirse paso hacia el inframundo. El portal se había cerrado. Perséfone, su hija querida, se había hundido en las profundidades con expresión de horror, en el violento abrazo de Hades. 

En su eterno descenso, Perséfone cayó desmayada, dormida pero sin sueños. Despertó encadenada a una cama de alabastro, fría, antigua y dura, que contrastaba con la oscuridad del lugar en el que estaba. Sus tobillos y muñecas estaban fijadas por brazaletes de un metal oscuro, unidos a fuertes cadenas. Apenas podía mover la cabeza, que le pesaba como si fuera un bloque de plomo esencial. 

Se escuchaba el gruñir de animales extraños, el crepitar de las rocas más antiguas, y el lamento de seres que no alcanzaba a ver en esa oscuridad fría, densa y pegajosa. Ni en sus peores pesadillas había podido imaginar un lugar tan lúgubre y sombrío. 

Pasaron días, semanas, meses y seguramente años, y Perséfone seguía encadenada a esa fría roca que, ahora, le parecía más un altar que un lecho en el que se pueda reposar a gusto, tranquila. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad, empezaba a vislumbrar formas, texturas y movimiento. Al principio, le causaron algo de temor —desconocía de qué se trataba—, pero pronto aprendió a entretenerse con ése, su único pasatiempo. 

Así fue como los ojos de Perséfone comenzaron paulatinamente a alumbrar el inframundo. Y, en algún momento, pasaron el umbral y cambiaron de color a un verde resplandeciente. Entonces, Perséfone pudo ver a su majestuoso captor sentado, presidiendo esa sala que se asemejaba a una catedral con ornamentación negra. La observaba con orgullo y apetito, a partes iguales. 

—Te estás acostumbrando. Pronto formarás parte de mi mundo —dijo—. Nadie se me resiste en este lugar. 

Perséfone no dijo nada. Permaneció en silencio. 

—¿Por qué no me hablas? ¿Quieres que te someta a peores tormentos? —amenazó Hades, quien deseaba someterla y poseerla desde la más absoluta brutalidad. 

Perséfone seguía callada. «Podrás arrebatarme la dignidad y el movimiento, pero nunca el poder que tengo sobre mi palabra», se dijo, y el cambio en su expresión estimuló la ira del dios de los muertos. 

Durante una eternidad, Hades torturó a Perséfone en un vano intento de que se sometiera a su voluntad y aceptase ser su concubina. Le echó aceite hirviendo en los ojos, dejó que las Ratas de Odus devorasen poco a poco sus vísceras, la desmembró con fierros candentes, e introdujo gusanos en su cráneo con la falsa esperanza de que accedieran a su glándula pineal y doblegasen su voluntad desde dentro. Pero, Perséfone, que se sabía hija de los más poderosos dioses, pudo soportar el dolor, sabiendo que no estaba escrito final para ella. 

Permaneció en silencio. Cuando su piel olía a cerdo frito, cuando su carne se quemaba y se desprendía de su cuerpo. Cuando las ratas se abrieron paso hacia su hígado, y cuando los gusanos salieron por su nariz, con el mismo grosor que cuando entraron. Fue entonces cuando Hades titubeó. Sintió que su poder flaqueaba frente a la belleza, el silencio y el aguante la pequeña invitada. Ese temblor le llevó a trasladar a Perséfone lejos de allí, a las mazmorras. 

Quien había sido su captura, ahora amenazaba su poder, así que decidió apartarla. 

Pero, ya en las mazmorras, los ojos de Perséfone siguieron su destino. Comenzó a ver en la oscuridad, a través de las grietas, las sombras que se ocultan en la noche, y los destellos de negrura que se cuelan en las pesadillas más oscuras. Lejos de dejarse llevar por el terror, la diosa empezó a sentir curiosidad por todo lo que habitaba allí, fuera de la mirada de los mortales, y de las diosas y los dioses que habitaban el Olimpo. 

Un día, Perséfone miró con curiosidad hacia sus muñecas, y hacia sus cadenas: 

«¿Cómo se habrán forjado estas estructuras que pueden inmovilizar a seres inmortales?»

Se permitió sentir el frío del metal. Cada vez más frío, como si se congelara. Muñecas y tobillos le dolían, ardían bajo el frío extremo. Y ella se percató de que, cuanto más los sentía, más bajaba su temperatura. 

«¿Hay un límite de congelación? ¿Hasta qué punto podré llevarlos?»

Perséfone se esforzó. Aguantó el dolor lacerante. Y, cuando estuvo convencida de que más no podía doler, los grilletes estallaron, en miles de pedazos de cristal. 

Se había liberado sin pretenderlo. Y ahora, se erguía majestuosa, como una construcción fantasmal. Atravesó las rejas, y se presentó en la morada del rey. 

—No puede ser. No es posible que estés aquí. 

—Tus cadenas no son suficientes para mí —replicó Perséfone. 

—Esas cadenas eran irrompibles —contestó Hades. 

—Y yo indoblegable. 

Por primera vez desde el inicio de los tiempos, desde que emergió del vientre de Cronos, Hades sintió flaquear su poder. Había hecho lo posible para someter a Perséfone, pero no había logrado nada, y ahora ella estaba allí, frente a él, preciosa, desafiante, como una sombra afilada que desafiaba su autoridad.  

—Siéntate —le propuso Hades. Y emergió desde las profundidades otro trono negro del mismo tamaño, decorado exáctamente como el de él. 

Perséfone miró a Hades y miró el trono, sin ninguna expresión. Se enderezó con dignidad y se desplazó sin hacer ningún ruido, como el suspiro que que falta a un alma moribunda, aceptando ese lugar. 

Cuenta la leyenda que, cuando se escucha el silencio de Perséfone, se ejecutan las órdenes que incluso el mismos Hades es incapaz de dar. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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