[…] Porque, cuando se aprecian honestamente esas estructuras arquetípicas pueden integrarse como recursos que nos pueden ayudar a resolver, sobrellevar, descargar, movilizar, integrar o lo que sea, las experiencias de la vida de una forma mucho más creativa, flexible o liviana. […]
«Ya sé, aita. Creo que le voy a hacer caso a Atenea. Me ha dicho que es una buena oportunidad para hacer una nueva amiga.»
Confieso que a menudo hago cosas como padre que jamás hubiera imaginado.
No se trata de decisiones que emerjan tras un proceso de reflexión, en el que valore pros y contras, sino como resultado de una forma de sabiduría mucho más primaria, atávica y arquetípica. Como si, en vez de dejarme aconsejar por la razón, me dejara llevar por el flujo de fuerzas de la naturaleza que resulta muy complicado identificar, representar o describir con palabras, pero que pueden conectar íntimamente con una forma extraordinaria de seguridad.
Por ejemplo, ¿quién me iba a decir a mí —ateo convencido— que iba a disfrutar instruyendo a mi hija en religión?
Pero no en la religión cristiana. Para mí, Jesucristo no es más que una representación para el pueblo de la idea neoplatónica de El Bien. Una estructura apolínea ensalzada por siglos y siglos de adoración que ha subyugado nuestros instintos más humanos, castrándonos hasta hacer de la neurosis nuestra condición habitual. A fin de cuentas, el cristianismo se basa en la idea del Pecado Original, que necesitamos combatir a través de someter nuestros impulsos mediante la fuerza de voluntad: portate bien, y sé un ser humano predecible, cómodo pero incompleto.
Qué sí, que todas y todos los de aquí pertenecemos a una cultura católica, y que de eso no se puede escapar, pero, coño de gato, igual sí que podemos compensar un poco las cosas tratando —es una propuesta— de ser menos buenos pero más completos en nuestra experiencia e identidad.
A esto se puede llegar, por ejemplo, explorando otras tradiciones diferentes, que no condenen los impulsos e instintos más preciosos del alma humana, sino que se relacionen con ellos otorgándoles un lugar simbólico y su debido valor. Porque, cuando se aprecian honestamente esas estructuras arquetípicas pueden integrarse como recursos que nos pueden ayudar a resolver, sobrellevar, descargar, movilizar, integrar o lo que sea, las experiencias de la vida de una forma mucho más creativa, flexible o liviana.
En un proceso de justicia narrativa, devolvemos a los ídolos —lo que llamamos síntomas bajo el yugo de la tradición cristiana— su condición de dios —es decir, recursos que se es legítimo adorar.
Es maravilloso, por ejemplo, explorar las Diosas y los Dioses del Olimpo. Como leyendas religiosas que hablan de seres que podrían estar en otro plano de la realidad, y a la vez como fuerzas de la naturaleza que todas y todos llevamos dentro, y a las que podemos honrar, rezar y consultar. Y que, como bien dicta la tradición, pueden servir a nuestros propósitos y apoyarnos, siempre y cuando les honremos (recemos) desde el aprecio honesto que nos nace del corazón.
Porque, si conocemos a las diosas o dioses que nos componen, podemos visualizarlos, preguntarles, escuchar quién nos interpela en ese momento, e incluso elegir con quién vamos a hablar. Y entre todas las respuestas que emerjan, cabe la posibilidad que haya alguna que nos satisfaga más que las otras, como un destello —recordad la teoría polivagal— que nos atraiga hacia la seguridad.
La faena es que vivimos en un contexto en el que sólo se permite rendir homenaje a dos dioses: Jesucristo y El Capital. Y así vamos por la vida, con un abanico de respuestas artificialmente constreñido, que prácticamente siempre pasan por la idea del bien, el beneficio o la razón. Como si sólo estuviera la parte más rígida de Apolo en el Monte Olimpo, con su cara de culo, tocando en arpa y haciéndonos sentir mierda ante su asquerosa perfección.
Que no tengo yo nada en contra de Txus, entendedme bien, pero sí contra la idea de que sea la única parte de nosotras y nosotros que hayamos legitimado en nuestro código moral. Porque todos los dioses, incluído éste, tienen una parte luminosa y una parte oscura. La primera suele aparecer cuando los reconocemos, los honramos, y los miramos como entidades dignas y que tienen valor; y la segunda cuando los repudiamos, los ignoramos o directamente vamos en su contra porque no entran dentro de nuestra cultura o de los códigos que hay que cumplir para pertenecer.
Es decir, que su entidad y su impacto no es fijo, sino que depende de la calidad de la relación.
¡Satanista, delincuente, drogadicto!
A ver, que no, que soy mucho peor. ¡Jajaja! —carcajada profunda y gutural— ¡Muahahahahahahahaaa!
Pasa, también, en los equipos que acompañan en sufrimiento humano en el ámbito educativo, sanitario y social. Por muy ateas que se digan, esos contextos contienen una cultura que presupone desde qué dioses es legítimo trabajar. Por eso, no es extraño que muchas y muchos profesionales adoptemos el tono de sacerdotes cuando tratamos de vender nuestro producto, o que se nos escuche en una reunión. ¡Puaj! En esos casos, estamos dando bombo a Apolo o nuestro Jesucristo interior, pero este detalle no es baladí, sino que nos predispone a una forma de pensar, a una forma de delimitar qué es lo que está bien y qué es lo que está mal, y lo que es peor, a una determinada forma de relación con los dioses que puedan emerger al otro lado, en los demás.
Porque, ¿qué pasa cuando Jesucristo se enfrenta a Ares, el dios de la guerra, y es el primero quien está en una posición de poder?
¿Qué pasa cuando Apolo se encuentra con Dionisos, pero el primero sólo cuenta con la legitimidad del entorno para hacerse valer?
Muchos de esos círculos viciosos que retroalimentan el sufrimiento tienen que ver justo con esto: con la rigidez que hemos impuesto a nuestras estructuras internas, legitimando sólo un modelo de supuesta perfección.
A veces, lo que describimos como resistencias, no es más que la fuerza que inevitablemente hacen los arquetipos protectores de las personas a las que acompañamos para ser legitimados, escuchados, sostenidos, frente a la apisonadora cultural e institucional. Una apisonadora con un rodillo fulminante, construido en base a un código moral estricto que invalida sistemáticamente toda vitalidad que esté fuera de lo que se supone que hay que creer, sentir, hacer o comunicar.
—Aita, mañana no quiero ir al cole —me confiesa, mirando al suelo.
—Ya sé por qué. Es por el castigo, ¿verdad?
Le habían castigado sin recreo.
—Sí.
—Ya, es una faena. Pero se me ocurre una cosa.
—¿Qué cosa?
—Podemos consultar a “las diosas interiores”. Quizás alguna te dé una buena idea, o te ayude a sentirte mejor. No lo sé, pero podemos probar.
—¡Vale! —Su tono sugería vitalidad renovada y cierta curiosidad.
—Venga, pues ¿por dónde empezamos?
—¡Por Perséfone! —De momento es su preferida, y no creo que sea por casualidad.
—Estupendo. Si le preguntas, ¿qué te diría Perséfone?
Silencio.
—Que me va a pasar como a ella. Que voy a estar un tiempo en el infierno (el inframundo), pero que luego podré salir a la luz.
Hostiaputa. Carne de gallina.
—¿A quién más preguntamos?
—¡A Dionisio! ¡A Dionisio!
—Y Dionisio, ¿qué te dice?
—Ay, Dionisio me da mucho miedo —le sale una risita.
—¿Por qué?
—Porque fijo que se levanta cuando estamos castigadas y se pone a hacer el loquillo.
—Puede ser —me río—, pero igual puedes llegar a un trato con él.
—¡Ya sé!
—¿Qué has descubierto?
—Me dice que puede venir conmigo convirtiéndose en un juguete del pensamiento —le sale una sonrisa traviesa—. Que si me aburro, lo puedo imaginar diciendo tonterías, y que así me puedo entretener.
—Buah, ¡qué maravilla! ¡Qué idea tan estupenda! —me sale directamente del corazón.
—¿Y te gustaría que preguntemos a alguien más? Hay un montón, ya sabes.
—Sí, sí, ¡a Atenea!
—Genial, la diosa de la estrategia. No es mala idea escuchar qué nos tiene que decir. ¿Qué te diría?
Se queda pensando. Es curioso, porque frunce el ceño, parece que pensando sobre qué sería más inteligente hacer.
—¡Lo tengo!
—¿Sabes aita? La otra niña a la que también han castigado todavía no es mi amiga.
—Ah, ¿no?
—No, pero Atenea me dice que, como ambas vamos a estar solas en clase, seguramente ella ¡también esté deseando hacerse mi amiga! ¡¡Es una buena oportunidad para hacernos amigas!! —casi grita de ilusión.
Y casi grito yo de ilusión con ella. Porque mi intuición me decía que lo que realmente le estaba agobiando no era tanto el castigo, como quedarse encerrada con otra niña con quien no tiene confianza y a la que sentía que no podía acceder.

* Imagen creada con IA. No es casualidad que yo parezca caracterizado como Hefesto, ni que ella sea Perséfone. Ya te digo yo. Guiño, Guiño.
Pues ésta, amigas y amigos, es la magia de honrar a todos los dioses. O a algunos de los posibles. Porque, si sólo hubiésemos “rezado” —sigo siendo más ateo que un canto rodado— en los códigos del cristianismo apolíneo, ya podéis intuir lo único a lo que habríamos llegado: “es una buena oportunidad para reflexionar y corregir tu actitud”, o algo puntamente parecido. Un aburrimiento, un asco, y ningún atisbo de lucidez ni de ilusión.
Recordad, no se trata tanto de ser buenas o buenos, sino personas completas. La bondad llega de manera natural con la integración de las fuerzas que nos componen, es decir, con la individuación.
Temazo, ¿no?
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Lecturas relacionadas:
Hillman, J. (1996). Re-Visioning Psychology. Nueva York: HarperPerennial.
Jung, C. G. (1959). Los arquetipos y lo inconsciente colectivo. Buenos Aires: Paidós.
Schwartz, R. C. (2015). Introducción al modelo de los sistemas de la familia interna. Eleftheria.
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
