Falsa modestia

[…] nos ponemos una máscara de falsa modestia para encajar, para no destacar y ser sancionados, para minimizar los riesgos, y eso es justo lo que provoca una fractura interna […]

—Tío, es que tú escribes de pu*a madre. 

—Ya… —reconozco sin darle demasiada importancia. A fin de cuentas, hoy en día todo el mundo sabe escribir, así que tampoco vamos a fliparnos. 

—No, pero en serio —repite—. Tú escribes de pu*a, madre —y la mente se me va automáticamente a mis colegas ingenieros como diciendo «eso sí que es difícil, y no lo que yo hago». 

Pero, como nos estábamos fumando un petardo —sólo en ocasiones especiales, no lo recomiendo—, tengo especialmente sensible el “observador interno”. Así que me veo en el patrón, con una claridad asombrosa. 

Hostia, colega. 

Porque vale, las matemáticas son una forma de acceso a la realidad material, fiable y que permiten prever los eventos del mundo. Y molan protones como canicas. Pero el lenguaje, quizás, cumpla la misma función: permitir el acceso, el conocimiento y la previsión de lo que no es medible. Y hay muchos mundos, realidades, tan sólidas como la materia, que no son cuantificables. Por ejemplo, todo lo que tiene que ver con la experiencia humana. 

Pásame el porro. 

Porque, igual, colegas, me estoy haciendo un poco de menos, ¿no? Y resulta que saber escribir, pensar fuera de lo material, en lo psicológico, lo social o lo filosófico, no es una habilidad que todo el mundo tiene… 

¿Qué te pasa? Ja, ja. ¿Te ha dado la bajona? Estás albardao, colega. No, tíos, lo que pasa es que he hecho una “descubrición” de la hostia. Y se lo cuento. Lo que pasa es que me he dado cuenta de que, igual, lo que tengo es algo a lo que no tiene acceso todo el mundo, que está, igual, al mismo nivel que el que es un crack en matemáticas. Y verlo así, desde esa perspectiva, me flipa un huevo.  

Déjame la trompeta, que te está afectando. Ja, ja, ja. Ya voy yo a por otra birra fría. Buah, chaval, se está cojonudamente en esta terraza. 

Hace tiempo, trabajé con un chaval que tenía alta capacidad intelectual. Era un tipo genial, brillante, al que la vida le iba como el culo. Tras muchas conversaciones, le invité a reconocerse como una persona que era verdaderamente mucho más inteligente que el resto. Que estaba a años luz de sus iguales. Recuerdo que sus padres me dijeron algo así como que no lo hiciera, que si se lo creía iba a ser peor. Se podía subir a la parra. 

Y recuerdo perfectamente ese proceso en el que, por fin, pudo quitarse la máscara de la “falsa modestia”. Creo que todavía puedo ver, en mi mente, su expresión de liberación, de alivio, de encontrarse, por fin, con una paz que necesitaba. Hablamos mucho de esa diferencia que, lejos de ser una ventaja, era más un inconveniente en su vida, porque ser diferente y, a la vez, lúcido y sensible, implicaba unos desafíos de la pera; pero, también, le colocaba en una posición privilegiada para captar elementos de la realidad que, sencillamente, no están al alcance de todo el mundo. Y pasó de la desconexión, de una sensación de vacío insoportable, a cabrearse, reír y llorar por lo que él era, y por lo que ya difícilmente podría aportar al mundo. 

Pero, a lo que iba, reconocerse en su alta capacidad intelectual, le ayudó a ser más empático con los demás, lejos de subirse a un guindo. Porque, cuando uno se reconoce en sus capacidades y no es un psicópata, suele pasar que acaba en una mejor posición para reconocer las capacidades de los demás, que no son las suyas. En plan, vale, yo soy mazo inteligente, pero éste es una buena persona que lo flipas. Y yo, desgraciadamente, no tengo esa suerte.

No me ha caído en gracia. 

Y es que, en muchas ocasiones, nos ponemos una máscara de falsa modestia para encajar, para no destacar y ser sancionados, para minimizar los riesgos, y eso es justo lo que provoca una fractura interna, en la que está nuestro yo aparente haciendo fuerza para protegerse, mientras nuestro yo real pugna porque se le de su espacio y se le permita cumplir con su misión en el mundo. Y eso es un conflicto de la pera. Un conflicto en el que, al final, acaban siendo nuestras más preciosas capacidades o habilidades, un arma arrojadiza de la pera. No porque haya maldad o soberbia en ellas, sino porque necesitan expresarse en toda su intensidad para impulsar los procesos de autonomía y diferenciación a los que todas y todos tenemos derecho. 

¿Por qué nos cuesta más vernos en la capacidad que en la deficiencia?

¿Qué logramos con eso?

Que, ya sé, ahora me vendrá alguien con el cliché de que lo que hay que premiar no es la capacidad, sino el esfuerzo. Y yo responderé que vale, que guay para los estudios; pero que en la vida también necesitamos sentir que somos diferentes, precisamente, para no caer en la trampa de la falsa modestia. Que necesitamos reconocernos en nuestras capacidades y honrarlas —y que nos las honren— para reconocernos con valor y a la altura de las misiones que dan sentido, o se lo acabarán dando, a nuestra vida. 

Porque, antes de pasar a la acción, es necesario describir al protagonista. 

¡Toj! ¡Toj!

Venga que rule. 

Ja, ja, ja.

Otro temazo. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

Deja un comentario