[…] En estas personas, se observa una misión abrumadora, que podría resumirse en las siguientes palabras: “tengo que ser perfecta o perfecto ante los demás, porque, si no, voy a ser vitalmente dañado o, lo que es peor, va a ocurrir algo terrible que ni siquiera puedo poner palabras o simbolizar”. […]
Estar bajo supervisión de los servicios sociales especializados suele ser un factor de estrés terrible para muchas familias. Un verdadero tormento. Pero, en algunos casos, ese sufrimiento se vuelve totalmente insoportable.
Imagino que, como en todo, hay muchas formas de llegar a que ese punto; pero hay personas, familias, que son especialmente vulnerables: las que están compuestas por figuras adultas que se han tenido que proteger del mundo blandiendo su perfección, como si fuera un escudo impenetrable, o una espada en alto.
En estas personas, se observa una misión abrumadora, que podría resumirse en las siguientes palabras: “tengo que ser perfecta o perfecto ante los demás, porque, si no, voy a ser vitalmente dañado o, lo que es peor, va a ocurrir algo terrible que ni siquiera puedo poner palabras o simbolizar”.
Las personas que se sitúan así ante el mundo, viven en una perpetua angustia, entre otras cosas porque, cada vez que intentan controlar la imagen que tienen de ellos los demás, sienten cierto sosiego y esperanza (“puedo ser reconocida o reconocido como alguien con valor, y si tengo valor mi vida tiene sentido y estaré a salvo”), pero, en el fondo, también son conscientes de que, por muchos esfuerzos que hagan, su propósito no es posible —el literalmente imposible controlar lo que otra persona piensa acerca de nosotros— y, además, están expuestos a un conflicto de misiones incompatibles: “cuanto más me esfuerzo para controlar, peor imagen tiene de mí la persona que tengo enfrente, porque me vive como especialmente rígido o invasivo”.
Las personas (o familias) que se protegen de esta manera, suelen traer demandas incompatibles en la relación con los servicios sociales. La demanda explícita (por ejemplo, “quiero que mi hija o hijo sufra menos”) suele ser incompatible con la demanda implícita, que hace referencia a una necesidad protectora o una falta más orgánica (“necesito que se me reconozca como alguien con valor”). Esto coloca a las figuras profesionales en un dilema que es casi imposible de resolver, porque, si se colocan al lado de la demanda explícita —que es lo que solemos hacer— tarde o temprano entraremos en conflicto con las figuras adultas de la familia, quizás porque el sufrimiento de las chavalas o los chavales tiene precisamente que ver con la imposibilidad de encontrar su espacio, su dignidad o su sentido de agencia en un sistema que no puede ceder el control, por miedo al fracaso o la equivocación. Y su síntoma (agresiones, síntomas de “enfermedad mental”, somatizaciones, TCA, etc.) suele ser, precisamente, una forma de conquistar un espacio fuera del control adulto, comunicando un sufrimiento que no se puede nombrar, porque sería exponer a los adultos a un vacío y una incertidumbre brutales.
Llegados a este punto, podríamos pensar que, quizás, la solución puede pasar porque los adultos hagan su proceso terapéutico, y así, “liberen” a las niñas, niños y adolescentes del “peso” de su propia historia cargada de dolor. Pero, en muchas ocasiones, estas madres y estos padres no están en condiciones de aceptar una propuesta así, entre otras cosas, porque hacerlo implicaría casi necesariamente la decisión de exponerse al vacío y al horror. Porque, ¿qué me podría pasar si caen mis muros defensivos? ¿Qué hay al otro lado, donde el ojo no ve?
Recordad que el vacío es peor que el más aterrador de los escenarios imaginados, porque en él habitan monstruos de los que es imposible protegerse, al no poderse nombrar.
¿Qué hacer entonces?
Pues sabe dios. Esto no es, ni va a ser nunca, un libro de recetas. Pero, quizás, sí que podamos atisbar una forma, más o menos adecuada, de situarnos frente a este trabajo, si detectamos a tiempo el patrón, ¿no?
Como casi siempre, la solución suele pasar por agarrar al toro por los cuernos, es decir, por hacernos cargo de la demanda implícita (“necesito que me veas como alguien perfecto = con valor”), por mucho que la explícita (“quiero que el chaval esté mejor”) llame nuestra atención. Eso no quiere decir, en ningún caso, que haya que dar la razón a la familia a cualquier precio, ni mucho menos, sino que quizás haya que hacer un trabajo para acompañar a los adultos para que puedan hacer —hasta donde se pueda— explícita la falta y la imposibilidad de cubrirla con los mecanismos que, hasta la fecha, han podido articular; y para nombrar el miedo, y vivirlo, esta vez sí, de manera acompañada, por alguien que pueda acogerlo con ternura, desde la conexión con la experiencia con los miedos que el mismo profesional haya podido o pueda tener.
Pero también es muy importante valorar, con el debido tiempo y seguramente acompañamiento, las demandas implícitas y explícitas que llevamos a las sesiones nosotros, las y los profesionales. Porque no es extraño que, más allá de lo que comunicamos explícitamente a la familia o a nuestros equipos (“quiero que el chaval deje de sufrir”), exista también una demanda implícita incompatible (por ejemplo, “quiero ser respetado como profesional por parte de esta familia”, “deseo validar mi eficacia logrando que los padres se comporten de manera diferente, o “necesito que el chaval deje de sufrir para reafirmar mi valor”). Demandas todas ellas que entran en un franco isomorfismo con la vivencia que la propia familia tiene, con sus formas de protegerse, colocándonos en la posición de competidor: “vamos a ver quién es el que logra que la chavala o el chaval esté mejor”. Y eso es la receta para un desastre terrible que, tristemente, se suele repetir y perpetuar en el tiempo en unos servicios sociales que, además, suelen tener poca flexibilidad para cambiar a las figuras profesionales cuando éstas se han quemado.
Una propuesta que podría ayudar en estos contextos —y que tristemente yo todavía no he sabido aplicar— es, como me dijo una vez Pepa Horno, a quien admiro un montón, aquella que pasa por ver la angustia de perfección de las y los progenitores como una defensa contra ese vacío, entendiendo que no es posible que esa falta se se signifique en los tiempos de los profesionales, sino sólo en los que las personas afectadas puedan disponer. Aceptando, también, el hecho de que quizás esos tiempos no se corresponden, o no se pueden corresponder, con los tiempos con los que jugamos los profesionales, o con los que necesitan las niñas, niños y adolescentes a su cargo. Pero que, ayudar a estas familias, pasa casi necesariamente porque los adultos exploren, sin prisa, otras formas de convertir esa falta (la amenaza del vacío) en un deseo que tenga, para ellas y ellos, otro tono vital.
Porque no sería extraño presuponer que, en contacto con la falta (de reconocimiento, de refugio, de compañía, de curiosidad, etc.), esas figuras adultas se hayan relacionado hasta el mundo con la misma a través de la compulsión, esto es, con la idea de que ejecutando diferentes acciones casi automáticas (por ejemplo, el control de la mente del otro) esa falta se puede aliviar o cubrir, cuando la compulsión sólo proporciona una falsa esperanza de completitud o satisfacción. A fin de cuentas, la falta nunca, jamás, se puede cubrir; sólo es posible, con dedicación y tiempo, conectar con el deseo que emerge de ella, gozando, ahora sí, de la vitalidad que conlleva explorar diferentes formas de satisfacción. A cada cual más completa y mejor.
Aquí la pregunta que procede es qué deseo se podría articular que cubra las necesidades que trata de cubrir, imposiblemente, esa compulsión. Y esto no es algo que podamos ofrecer, como un regalito, con un lazo rosa, las figuras profesionales, sino que debe encontrarlo la propia persona afectada por la falta, explorando esa ausencia de la que, habitualmente, aparta la mirada por su carácter abrumador. Y entonces, tras tiempo, “su tiempo”, quizás pueda encontrar otro rumbo que le sirva mejor, para encontrar otra forma de satisfacción, esta vez compleja, móvil y quizás orientada en beneficio de los demás.
No sería extraño, por ejemplo, que ese padre o esa madre que necesita ser perfecta emprenda una labor solidaria en la que podría cubrir su necesidad de ser reconocida con valor a los ojos del otro, pero sin aspirar necesariamente a la misma perfección. O que comience a escribir sus memorias, para que otras y otros se beneficien de su conocimiento y experiencia. O que inicie la actividad artística que siempre ha deseado. Qué sé yo. Pero, lo que sí sé, y lo sé a ciencia cierta, es que cuando una o uno conecta con el deseo, empieza a observar su vida como un proceso. Un proceso que va a mejor. Y ese, quizás, es el antídoto perfecto contra el “ansia de perfección”. Lo que permite a las personas que sufren tanto tolerar mejor el error, porque éste ya no define la identidad, al estar esta enmarcada en un proceso de perfeccionamiento.
Y ojo con lo que voy a decir: el perfeccionamiento, a veces, es lo opuesto a la necesidad compulsiva de perfección.
Seguridad, no tengo ninguna. Ya lo sabéis. Pero quizás, sólo si nos percatamos de ésto, entenderemos que es en este punto, y justo en este punto, cuando las personas van a empezar a poder aceptar grietas en el relato que la familia hace sobre el sufrimiento adulto e infantil. Es decir, que todos ellos van a empezar a poder aceptar los errores que han podido cometer frente a los demás, y diseñar, acordar o explorar otros modelos de relación, que pasen, ahora sí, por reconocer los errores que se han podido cometer, y reparar lo que haya podido quedar dañado en el contexto de la relación.
Pero, claro, aceptar este planteamiento implica que se necesitan, en muchas ocasiones, intervenciones a largo plazo, sostenidas por las mismas figuras profesionales, se articulen o no medidas de protección. Y eso no es posible en el contexto de los tiempos que manejamos, ahora, los servicios sociales, ya acabamos culpando a las propias familias por sus supuestas “resistencias” o “falta de colaboración”, cuando la realidad es que es nuestra estructura la que no permite que emerja este tipo de solución.
Para darle un par de vueltas, ¿no?
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Gorka Saitua | educacion-familiar.com
