[…] La aniquilación no es la muerte. Es peor que morir asesinado. Es la certeza de que no va a quedar nada de uno mismo, ni siquiera un recuerdo asociado a la propia identidad. Es caer en el más puro vacío. La disolución violenta final del ser en la negrura más absoluta, como consecuencia de la peor de las violencias humanas: la violencia existencial. […]
Ayer un tío me amenazó de muerte.
Me dijo que, en caso de ir a la cárcel, lo perdería todo. Y si lo perdía todo, no iba a tener reparos en acabar con todo el mundo, incluido yo mismo.
Os podría decir que soy un machote, macho alfa lomo plateado, que tengo el culo pelao, que no me acojoné, pero mentiría. Estas cosas dan mucho miedo, sobre todo, cuando uno está solo, en un domicilio con objetos cortantes y contundentes a la vista.
Vamos, que me hice caquita.
Sea como sea, esta experiencia me hizo plantearme una pregunta:
¿Hay un nivel de inseguridad más allá del reflejo vagal-dorsal, es decir, más allá del colapso y el desmayo?
Coño con la pregunta.
Jódete, Porgues.
Porque mi intuición —nada que ver con la neurofisiología, como te puedes imaginar— me dice que sí. Que el desmayo no es el final, y que hay algo que las personas pueden enfrentar que es PEOR QUE LA AMENAZA (a saber, peor de un peligro que el sistema nervioso autónomo entiende que no puede gestionar, enfrentar o que puede suponer un riesgo vital).
Me refiero a la ANIQUILACIÓN.
La aniquilación no es la muerte. Es peor que morir asesinado. Es la certeza de que no va a quedar nada de uno mismo, ni siquiera un recuerdo asociado a la propia identidad. Es caer en el más puro vacío. La disolución violenta final del ser en la negrura más absoluta, como consecuencia de la peor de las violencias humanas: la violencia existencial.
La mayor forma de violencia que una persona puede padecer.
Quizás haya personas (niñas, niños, adolescentes, adultas) que no se puedan permitir el LUJO DE COLAPSAR. Porque el colapso les acerca, de alguna manera, más su cabe a la experiencia de la aniquilación. Es decir, que si uno se hipoactiva, disocia, o se paraliza, corre el riesgo no sólo de que le maten, sino que se atente contra lo más íntimo de su persona: su bondad esencial.
Según los IFS, el “self”.
Creo que en el colapso todavía queda algo de esperanza. Es la esperanza, quizás, asociada a una muerte (real o simbólica) en paz, siendo reconocido como una persona con un núcleo intacto que, al menos, se negó a hacer daño a los demás. Pero uno sólo puede conectar con eso, siempre y cuando tenga o pueda desear vínculos significativos, que sostengan su identidad. Es decir, que son los vínculos —y no al reves— los que sostienen la garantía de la identidad.
Releed, porfa, lo que acabo de decir.
En el colapso vagal-dorsal una o uno todavía puede confiar en que alguien, vivo o muerto, guarde, sostenga o haya consolidado en su historia un buen recuerdo con él, probablemente asociado con ese núcleo esencial, bondadoso, que nos sostiene desde el centro, más allá de nuestras respuestas y de las partes que nos protegen, y que conserva cierta capacidad para cuidar y conectarse con la propia humanidad.
Pero, cuando esto falla, no hay vínculos ni se los espera, y el mundo amenaza a la persona con la aniquilación (la muerte física, y la destrucción de toda identidad), se desata otro tipo de violencia que está más allá de lo que está descrito como “respuesta de lucha” en el contexto de la teoría polivagal.
Porque esa “respuesta de lucha”, aunque puede ser generalizada, siempre conlleva una esperanza de protección. Es decir, que con ella la persona siente que, de alguna manera, puede gestionar su realidad. Y por eso, tiene freno. Cesa cuando se logra el objetivo o un tiempo después.
La respuesta ante la amenaza de la aniquilación es sumamente agresiva, pero cualitativamente diferente. Es mucho más brutal. Está relacionada, de alguna manera con el concepto de la VIOLENCIA DIVINA, de Walter Benjamin. Es decir, una violencia desmesurada, contra todo y contra todos, que persigue la destrucción total. Sin filtros, sin límites: es el acabar con todos y con todos, porque está todo perdido, y no cabe esperanza de salvación.
Es la violencia de un Dios que desata el diluvio, el apocalipsis, con la única intención de destruir a toda la humanidad.
Uno se convierte en Satanás para sostener su existencia, incluso sacrificando toda aspiración a ser recordado con calor o con ternura, destruyendo en el proceso la parte más valiosa de su identidad.
Es la violencia del que arremete contra todos cuchillo en mano, el que golpea, agrede y desgarra a cualquiera, porque le ha fallado toda, absolutamente toda la humanidad.
La persona que ejerce violencia divina como respuesta a la amenaza de la aniquilación se convierte en una ENCARNACIÓN DEL MAL. Siente que literalmente se transforma en un demonio, en el que ya no cabe ni un ápice de bondad. Ya no le frenan los cuchillos ni las balas, no tiene miedo a morir, porque ha conectado con algo mucho más terrible que la muerte y la soledad: su destrucción radical. Es una renuncia a todo, con tal de conservar la existencia.
Es una violencia existencial.
Os podéis imaginar lo que suele pasar con la infancia que ejerce una violencia así, o con las personas adultas que pasan la línea del infierno, ¿verdad? Su violencia aterroriza tanto, que se convierten a ojos del mundo en verdaderos demonios. Nadie se les acerca. Se les repudia como malvados y apestados. Y eso, lejos de ayudarles en el proceso de reparación, les lleva más si cabe a sentir que no se les reconoce en su esencia, sino en su maldad. Se perpetúa así el terror a la aniquilación, la soledad y la amenaza existencial.
No sé muy bien como sostuve ayer la sesión. Imagino que me pudo la curiosidad, que es una emoción muy fuerte en mí, y que me ayuda un montón a regular el miedo, pero el hombre que me había amenazado acabó llorando. Y reconozco que yo me emocioné hasta que se me humedecieron los ojos con él:
—Es que yo he sido un niño muy malo —me confesó—. He hecho cosas terribles. Puedo ser un maldito demonio. Y ahora lo estoy haciendo fatal con mi hijo. Si va a un centro, será por mi culpa.
—Pues yo no creo que hayas sido malo.
Me miró con desconfianza.
—Creo que, cuando no tenemos vínculos de amor con nadie, ni los esperamos —continué, despacio—, y el mundo amenaza con aniquilarnos a nivel físico y mental, incluyendo nuestro recuerdo, sólo nos queda el coraje de la más absoluta desesperación.
Pero, ahora, toca la siguiente pregunta:
¿Hay algún tipo de inseguridad todavía más allá?
—
Gorka Saitua | educación-familiar.com
