No me lo puedo creer, con lo que nos hemos querido

[…] Puede que tengas una relación idílica con tu pareja, en plan fresitas a la boca, y espagueti a la boloñesa con besitos, pero nada te impide acabar a hostia limpia con ella, especialmente si tenéis hijas o hijos en común. […]

Puede que tengas una relación idílica con tu pareja, en plan fresitas a la boca, y espagueti a la boloñesa con besitos, pero nada te impide acabar a hostia limpia con ella, especialmente si tenéis hijas o hijos en común. 

Las separaciones implican una serie de problemas de especial naturaleza para los que no estamos preparados, entre otras razones, porque acontecen en un territorio hacia el que no se mira, y demasiado rápido. 

Antes de que nos demos cuenta, nos estamos tirando los trastos a la cabeza; y es como si no conociéramos a esa persona con la que hemos disfrutado y dormido. ¿Realmente era así? ¿Tan ciega o ciego estaba?

Por eso, hoy vamos a ver a cámara lenta, paso a paso, el proceso por el  que una pareja que se separa con buena voluntad —eso es importante: no había previamente malas intenciones, ni una relación de maltrato— acaba odiándose que lo flipas. No tanto para que las personas que se odian encuentren soluciones, sino para que las y los que estáis pensando en dejarlo seáis un poco más conscientes de lo que os puede pasar, y no caigáis en la trampa que ha hecho daño a tantas personas adultas y, lo que es peor, a tantas niñas y niños. 

Porque, en contra de lo que se suele decir, en la mayor parte de las ocasiones esta peli no es un thriller en la que hay buenos o malos, sino una tragedia en la que las mismas circunstancias, el mismo problema y las soluciones a las que éste invita, acaban confirmando el destino más temido. 

Andanomejodas.

No nos engañemos: las separaciones conflictivas son una de las circunstancias que más afectan a la infancia, al aportarles cotas de estrés tóxico y, sobre todo, dificultarles o impedirles acceder a un refugio relacional seguro. Así que conviene que hagamos un esfuerzo para prevenirlas. 

Imaginemos a esa pareja que lleva prácticamente  toda una vida junta. Qué potito. Y que se han querido. Yo que sé, igual todavía se quieren un poquito, pero la relación no chuta y deciden poner tierra por medio, quizás para no hacerse daño, quizás para cuidar mejor de la hija o del hijo. Y confían en que las cosas van a ir bien porque así siempre ha sido. 

Esta pareja, bonita, bienintencionada y un poco moñas —perdón, se me va la pinza— decide tácitamente  interrumpir la comunicación parcial o totalmente por un tiempo, en plan, vamos respetar nuestro espacio, reorganizarnos, reponernos y luego retomamos. Y mientras van cumpliendo con el régimen de visitas, pactado de mutuo acuerdo. Y las niña o el niño va y viene, en el contexto de una relación rota en la que sus progenitores no se comunican, todavía para respetarse y no hacerse daño. 

Pero tanto la madre como el padre son humanos. Jodidamente humanos. Y ser humano implica esencialmente tres cosas. La primera, un deseo primario, animal, de proteger a nuestras hijas o hijos; la segunda, una historia de vida marcada por algunas tragedias que pesan incluso en el momento presente, mediadas por la memoria somática, es decir, del cuerpo; y la tercera, una imaginación formidable cuya función no es entretenernos o ayudarnos a entender mejor las cosas, sino advertirnos de las posibles tragedias que nos pueden sobrevenir o nos amenazan. 

¿Ves hacia dónde voy, pollito?

Por eso se dan las circunstancias que comienzan a enrevesar las cosas. La niña o el niño va a una casa en la que la persona adulta se ve prácticamente obligada a rellenar el vacío al que no tiene acceso —¿qué habrá hecho durante la semana? ¿cómo se habrá sentido?—, y su hija o hijo seguramente no quiera hablar mucho sobre eso. A finde cuentas, para ella o para él es un marrón pensar en ama cuando está en casa de aita, y viceversa, no sólo porque echa de menos a la patria persona y las cosas que ha dejado atrás, o porque se siente injustamente tratada o tratado, sino porque sabe o intuye que las cosas están mal entre ambos. 

Así que la niña o el niño no habla, o da escasa información sobre lo que le pasa o le está pasando. Y eso, automáticamente, despierta una alarma en el adulto que está con él: ¿qué coño está pasando? 

Esta alarma, que se despierta aunque uno no quiera, tiene un poder profundo en el cerebro. Coloca a la persona en un estado de angustia que, si bien primero puede ser relativamente leve —todavía confía en su expareja— le predispone a cambiar su mirada sobre las relaciones y el mundo. Porque lo que se despierta en su interior es una respuesta de lucha, a saber, el deseo profundo de saber para proteger; pero esa energía no puede salir por ningún sitio. Queda atrapada en el cuerpo, dejando a la persona adulta anclada en la suspicacia y la anticipación del peligro. 

«¿Por qué no me cuenta?»

«¿Qué le estará pasando?»

Y aquí, justo, es donde empiezan a torcerse las cosas. Porque los adultos anclados o, mejor dicho, atrapados en esa respuesta de lucha, con el sistema simpático a full, van a rellenar con la imaginación los huecos. Una imaginación que, a veces, va a estar bajo su control como, por ejemplo, cuando tratan el asunto con las personas de su confianza o con los abogados; pero a veces, también, va a estar fluyendo y conectando ideas sin nadie al mando, como, por ejemplo, cuando dejan su mente fluir en eso que se llama red neuronal por defecto, a saber, la actividad cerebral que se produce cuando no orientamos la atención hacia ningún sitio, y que cumple, entre otras, la función de prevenirnos de los posibles peligros. 

Y no hay mayor peligro que sentir que nuestras hijas o hijos andan chungos, y que no tenemos acceso a ellos. 

Lo dicho, la imaginación de los adultos comienza a rellenar los huecos. Y cuanto más los rellena, más peligro sienten, y más se activa la angustia, entendida como la necesidad de proteger lo que no puede salir del cuerpo. Con el añadido de que están en juego dos personas adultas que son más que conscientes de los defectos o debilidades del otro, dado que han convivido mucho tiempo en una relación —ojo al dato— en la que se daba un ajuste en la que una cubría los defectos del otro, y el otro suplían las carencias de la primera. 

Todo ello, si se trata de parejas heterosexuales, casi inexorablemente mediado por los mandatos explícitos o implícitos del patriarcado, que distribuye las responsabilidades de manera no equitativa y, además, impone relaciones de poder viciadas, que las personas no han acordado ni elegido. Y que implica diferentes formas de violencia, aunque no se llegue a los insultos o a las manos. 

Complementariedad lo llaman. Que es muy chuli cuando las cosas van bien, pero se vuelve un arma cruel cuando hay un diborcio y entre medias se quedan las niñas o los niños. 

«Ya sé yo cómo es. Fijo que la está cagando en esto y lo otro.»

«No tengo pruebas, pero tampoco dudas.»

«Tengo que hacer algo con esto.»

En este punto, da igual que les digas que las atribuciones que hacen sobre su expareja y sus carencias puede que no sean realistas, entre otras cosas, porque no se refieren a rasgos de identidad sino al acuerdo implícito en el que participaban ambos: la función ejecutiva falla, y el sistema límbico toma el control instando al córtex a crear un escenario que permita a la voluntad dar salida al dolor que acumula el cuerpo. 

Aquí la peña de alrededor empieza a percibir que la madre o el padre se están emparanoiando, pero difícilmente dicen nada, porque intuyen que, en ese estado, cualquier llamada a la razón puede situarles en el estatus de enemigo. Y ellos lo que quieren es apoyar, como se pueda, a la persona que les resulta afín, así que callan como percebes al viento. 

Para más cojones, estas circunstancias estimulan que el sistema nervioso se acerque, más si cabe, al trauma. Es decir, que la imaginación empieza a rellenar los huecos con nuestros miedos más atávicos, es decir, con los mismos miedos que nos aquejaron a nosotros mismos en el pasado, y por los que no queremos que transiten nuestras hijas o hijos. 

La mecha se ha prendido. El chispazo recorre como una serpiente el suelo… Y ¡BOOOMMM!

Una o uno exporta, y rompe el bloqueo de la comunicación para entrar como elefante en cacharrería: atacando, exigiendo o rígido como un palo. Cosa que, al otro lado, que seguramente esté viviendo la misma mierda, se percibe como la confirmación de todos los medios. 

«Se ha vuelto loco (o loca).»

«Está fatal.»

Y lo que es peor: «ahora comprendo por qué estaba tan mal mi hija (o hijo).»

Con la respuesta correspondiente, en palabras, tonos y afectos. 

La hostia la que se lía a partir de aquí. Porque ahora tenemos a dos progenitores no sólo sobreactivados en proteger a su hija o hijo, sino también sintiendo que se confirman los peores escenarios imaginables. Y sin poder hacer nada o casi nada al respecto. El nivel de sufrimiento es formidable; y esa angustia, brutal, existencial, que lo llena todo, invita a soluciones que, lejos de ayudar, agravan el problema, porque en ese estado sólo se puede confiar en que la solución pase por ejercer vigilancia y control sobre el otro, para que no se le vaya más la castaña y dañe más si cabe a la niña o niño. 

La escalada es formidable y amenaza con que muertos y heridos. 

Para no llegar a las manos, las exparejas que antes se respetaron y quisieron, y ahora se pueden estar amargando la vida e incluso odiando, suelen recurrir al sistema judicial y a los abogados. Y esa solución —aunque a veces necesaria— tampoco termina de resolver las cosas, porque confirma la idea de que la otra y el otro “quiere” ir a hostia limpia sin considerar nuestras circunstancias. 

Y en el medio, la niña o el niño, desarrollando algún síntoma para regular su sufrimiento. Un síntoma que es interpretado por los adultos en conflicto como la prueba de que el otro lo está haciendo fatal, sin poder considerar la propia responsabilidad en los eventos. 

Entonces, estamos jodidos. Porque el síntoma suele captar toda la atención disponible, haciendo que perdamos de vista el problema de fondo: que estamos sufriendo y que ese mismo dolor condiciona la imagen que tenemos de los demás, y los recursos disponibles para enfrentar una realidad compleja.

Y no hace falta que te cuente el resto. 

Vuelvo a decirlo, esto no es aplicable a las relaciones en las que ha habido violencia y/o maltrato. Ésas necesitan un freno y una pena impuestos por la autoridad, entre otras cosas. Pero es importante que aceptemos que todas las parejas, por muy bien que se hayan llevado, por muy bien que deseen hacer las cosas, pueden acabar haciéndose demasiado daño, y metiendo entre medias a sus hijas e hijos. Y no vale con decirles que hay que hacer bien las cosas por el bien los retoños, en una repetición insustancial de mensajes vacíos, sino que se hace necesario EXPLICITAR las dinámicas que llevan a apostar por soluciones que, sin querer, empeoran las cosas, para no caer en las trampas en las que cae prácticamente todo el mundo. Sin eso, están vendidos.

Y no porque no tengan capacidad, sino porque están demasiado bien ocultas en la maleza, como en el maldito Vietnam, cuando perdimos a Jonny, boina verde que inspiró al personaje de Rambo, gritando como un cerdo, atravesado por un palo embadurnado en heces humanas, colocado a traición por el enemigo. O cuando Richard explotó en mil pedazos, y sólo pudimos repatriar su pie derecho, seccionado a la altura de la rodilla. 

No son ellos, sino la naturaleza del problema. 

Por favor, tened cuidado. 

* Me despido diciendo lo evidente. En este artículo hacemos referencia a un patrón que no es aplicable, ni mucho menos, a todas las parejas que se separan. Sólo trato de hacer explícita una realidad que, por frecuente y dolorosa, me parece significativa. Espero que sirva para solucionar, evitar o sortear, algunos problemas. 

Gorka Saitua | educacion-familiar.com

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