Héroe solitario

[…] Me resultaba especialmente doloroso que Amara no quisiera pasar tiempo a solas conmigo. Si le proponía dar una vuelta por la calle o ir al parque, me respondía siempre “no, con Ama”, y si Ama no quería o no podía acompañarnos, me tenía que comer un cristo de la pera y, lo que es peor, a la niña triste y refunfuñando hasta la vuelta a casa. […] 

Voy a contaros mis mierdas. A ver si me caigo del pedestal.  

Llevamos una temporada mala. Resumiendo mucho, diferentes circunstancias (adaptación al cole, sucesivas enfermedades, problemas de salud en los adultos…) han llevado a Amara a mantener más activo su sistema de apego, pidiendo y exigiendo una mayor presencia de su madre. Pero, lo que es un proceso natural, se ha alargado demasiado en el tiempo, imponiéndonos unas cotas de estrés que empezaban a hacernos daño: a ella, porque estaba agotada de asumir toda la responsabilidad del cuidado y acompañamiento de la niña; y a mí, porque me sentía desplazado y rechazado por ella.  

No os voy a engañar, que no gano nada.  

Me resultaba especialmente doloroso que Amara no quisiera pasar tiempo a solas conmigo. Si le proponía dar una vuelta por la calle o ir al parque, me respondía siempre “no, con Ama”, y si Ama no quería o no podía acompañarnos, me tenía que comer un cristo de la pera y, lo que es peor, a la niña triste y refunfuñando hasta la vuelta a casa.  

Andanomejodas.  

Pasé una buena temporada sin saber qué hacer con eso. Mi cerebro, tan analítico y racional, se centraba en tratar de determinar qué le pasaba a la niña, y ver qué podíamos hacer para resolver una situación tan complicada para todos. Es que no aprendo. Y, aunque algunas conclusiones nos ayudaron, la cosa seguía para mí muy enquistada.  

Hasta que un día —tardecito, para qué engañarnos— decidí echar un ojo a lo que estaba pasando dentro de mí mismo, preguntándome qué me estaba haciendo sentir toda esta movida, porque era evidente que mi dolor y, en consecuencia, mi reacción, estaban siendo desproporcionadas ante los acontecimientos.  

¿Qué es lo que me hacía sentir tan mal? 

Lo que era evidente es que mi cuerpo reaccionaba abruptamente a eso de “no, con Ama”, como si me extrajera con una jeringuilla y de golpe las ganas de jugar, de ser feliz y de vivir, dejándome tirado en el suelo, como un trapo sucio.  

Pasé varios días tomando conciencia de eso, reviviendo las escenas, con el mismo dolor, pero ahora con más perspectiva y distancia, en plan “jodé, tío, sí que te jode”. Y desde esa mirada, más curiosa compasiva conmigo mismo, pude ir viendo que lo que me ocurría era, nada más y nada menos, que una respuesta de bloqueo (vagal dorsal), que está directamente relacionada con el trauma.  

Hostia, otra vez el puto trauma. Pero bueno, ni tan mal, que sabemos que es jodido, pero del trauma —al igual que del deporte— se puede salir y se sale.  

Cambié entonces mi patrón al irme a la cama. Ya no trataba de distraerme leyendo o viendo mierdas en el móvil, sino que decidí dedicarme sistemáticamente un tiempo a explorarme a mí mismo y las sensaciones que esta situación provocaba en mi cuerpo.  

Recordando eventos pasados, me sorprendió reconocer un patrón que no me esperaba. Siempre que rememoraba este dolor, aparecían dos sensaciones eléctricas, azules y tirantes: una en el pecho y otra en la frente, siendo la segunda mucho más intensa.  

Vaya movida, oye. Nunca había sentido eso.  

¿O sí? 

Pasé dos o tres noches prestando atención a esas sensaciones, con la intención de que me llevaran a ese lugar del tiempo y el espacio donde ocurrió alguna movida irresuelta que estuviera conectada con lo que yo, mi mujer y, sobre todo, mi hija, estábamos viviendo; sabiendo que si lograr cuidar adecuadamente de eso, se desbloquearía el modo paz y tranquilidad, y con él sería posible la victoria.  

Mientras tanto seguiría jodido.  

¿O no? 

La verdad es que no tanto, colega. El mero hecho de tomar conciencia de que estaba reviviendo un trauma que era mío, y de nadie más, cojones, estaba regulando mis reacciones y mi conducta. Ya no sentía tan potente esa respuesta vagal dorsal y, sobre todo, había empezado a sentir que podían cambiar las cosas. Con el añadido de que mi mujer y yo habíamos empezado a hablar francamente de esto, y ya no me sentía tan solo en el camino.  

Es lo que tiene la mera conciencia del trauma, que libera cargas para nosotros y, en consecuencia, para nuestras hijas e hijos.  

En la casilla de salida del bloqueo, empecé a tomar conciencia —real, no intelectual— de que mi hija no me estaba rechazando. Fui capaz de captar las excepciones. Por ejemplo, que cuando mi mujer se marchaba de casa, ella recurría a mí en busca de bracitos, consuelo y refugio. Eso me ayudó a poder prestar más atención a ese momento, disfrutándolo como lo que verdaderamente significaba: que para Amara yo seguía siendo una fuente de seguridad y, también, muy importante.  

Os juro que antes no se veía.  

Este gustito íntimo, se fue incorporando a mi experiencia de las noches, en las que, ahora, mi sistema nervioso pendulaba, es decir, se iba de la seguridad al vagal dorsal, y vuelta. Y ésas son, precisamente, las condiciones perfectas para reprocesar el trauma.  

Así que lo que tenía que llegar llegó de repente, sin avisar y a lo loco, como las cosas güenas.  

Situando la atención en las sensaciones del pecho y la frente, dejando vagar la imaginación, de repente me encontré en una de tantas situaciones en las que, no sé cómo decirlo, vale, bueno, qué más da… había actuado como un pagafantas.  

¿Un pagafantas? 

Sí, coño, a mí también me sorprendió un huevo, en plan, oye, ¿qué tiene que ver eso con esto? 

Pues algo fijo que sí, oye.  

Para los que no lo sepáis, un pagafantas es un término machista —muy machista— con el que se designa en España a un hombre que persigue a una mujer denigrándose con el objetivo de captar su atención y seducirla, como si su esfuerzo generara algún tipo de obligación para la pretendida; pero que cuento más se rebaja más se aleja del amor de ella.  

En concreto, me venía a la mente una situación muy bochornosa en la que, en medio de clase, remití a una chica una nota en la que le confesaba mi amor —tierra, trágame—, y todo cristo se enteró de mi movimiento, haciéndose un silencio brutal, con el que cargué durante el resto de mi escolarización. Ay, madremía.  

Si lo pienso ahora, no tengo duda de que en aquel momento sobreviví con mecanismos disociativos, en plan, oye, Gorka, esto hay que apartarlo, no ha sido nada, te la pela, no ha pasado. Eso probablemente me ayudó a seguir con mi vida, lejos de esa vergüenza —soy subnormal, imbécil y un descontrol absoluto de persona— que me paralizaba. Lo que no esperaba es que esas sensaciones se iban a reproducir durante mi juventud, idealizando a mujeres de las que me sentía indigno, sembrando a sabiendas de que no iba a haber fruto; y, ahora, con mi propia hija.  

Una hija que tenía que ganarme en contra de su voluntad, como a todas esas chicas, lo que reproducía las mismas sensaciones de rechazo, humillación y vergüenza.  

Aibalahostia. No me jodas.  

¿De verdad funcionamos así? 

Es una movida, una movida muy gorda.  

Visto el panorama, el siguiente paso estaba claro: debía retroceder a ese momento de mi vida y darme a mi mismo el buen trato que no pude recibir porque mi prioridad era, lógicamente, protegerme de los demás y de mi vergüenza.  

Rollo, Gorka, si hiciste ese movimiento seguro que fue por una buena razón. Y, ahora que lo pienso, esa razón puede tener algo que ver con ese espíritu que siempre has tenido de héroe solitario, para quien la misión es más importante que tener resultados. Una actitud lógica para permanecer en contacto con la vida, cuando uno se siente gris, incapaz, y sin valor alguno.  

Y a partir de ahí, ir tirando de la cuerda, tratando de ver qué respondería ese adolescente asustado, y qué palabras necesitaría para encontrarse recogido, comprendido, sentido e integrado:  

—Pero es que me da tanta vergüenza que me quiero morir. Nunca me he sentido tan pequeño, indefenso, rechazado y humillado —quizás dijera.  

—Ya lo sé, estuve allí, contigo. Ojalá hubiera sabido acompañarte como merecías. Y te prometo que ahora voy a hacer todos los esfuerzos del mundo para cuidarte como te mereces, dedicándote todo mi tiempo y cariño. Pero, mientras nos sentimos de cerca, acompáñame al futuro, que quiero que veas con tus propios ojos lo que también has logrado, a pesar de las heridas, y de la falta de apoyos.  

Silencio.  

—Un héroe… 

—… pero no tan solitario.  

… 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

6 comentarios en “Héroe solitario

  1. Grace W.

    Gracias por hacer fácil lo que tanto se explica en teoría (escucharse, ir al origen) pero pocas veces sabemos cómo se hace. Ahora lo vemos aquí, desmenuzado, pasito a pasito como lo has ejemplificado. G R A C I A S

    Le gusta a 1 persona