Huye de quien te promete cambiar a tu hijo

[…] Observo en el sector cierta tendencia perversa a amoldarse a la demanda que formulan muchas madres y padres, que —con la mejor de sus intenciones— quieren que su hija o su hijo sea el más alto, el más guapo, el más popular, el más inteligente o el que se lleva el premio a final de curso. […] 

Huye de los profesionales que te prometen herramientas para cambiar a tu hija o hijo.  

¿Me oyes? Escapa como una rata.  

Cuando tenía la consulta abierta recibía un montón de demandas en plan “quiero que me hija me hable”, o “quiero que mi hijo haga amigos”, o “quiero que mi hija vaya contenta a clase”, etc. Mi respuesta —con más o menos palabras— era invariablemente la misma: yo no voy a trabajar en ningún caso en que tu hija o hijo sea de una determinada manera, o haga las cosas de la manera que consideramos correcta, sino para que esté lo mejor posible, con independencia de lo que decida o haga para protegerse.  

Algunas personas me mandaban a tomar por culo. Claro. No era lo que buscaban, ni lo que esperaban, así que se iban con otro gurú que les bailara el agua. Otras, quizás más sensibles con la realidad que tenían en casa, entendían lo que quería transmitir, y hacíamos un pequeño pacto para iniciar el proceso: se trata de estar mejor, no de modificar ningún tipo de conducta. Paradójicamente los síntomas decrecían a nada que poníamos la atención en lo importante: el estado del sistema nervioso autónomo de las y los pequeños. Pero eso nunca, repito, nunca, era ni sería mi objetivo.  

Cuidado con el prefijo “neuro”: neuroeducación, neurocoaching, neuropollas en vinagre. Suele ser como en negro y el amarillo en la naturaleza, así que ándate con ojo.  Probablemente sea un bicho tóxico o con un aguijón ponzoñoso.  

Cuidado también con los talleres que prometen piezas guays para ellas y ellos. Es decir, esas consultas donde los llevas, los dejas, y los recoges tuneados y bonicos, que nunca te citan a ti para que hagas un proceso. Porque lo que sabemos hoy en día, es que no hay intervenciones eficaces que no impliquen cambios significativos en las figuras de apego, normalmente la madre y el padre.  

Claro que yo estaba en una posición privilegiada. Tenía un sueldo base garantizado por la entidad para la que trabajo, y atender en el ámbito privado era un complemento, es decir, algo que hacía más porque me interesaba y me gustaba, que motivado por un interés económico. Me podía permitir el lujo de rechazar casos. Que, claro, desde esa posición es fácil hablar, pero eso no resta un ápice de razón a estas palabras.  

Digo esto para que andéis con cuidado. Observo en el sector cierta tendencia perversa a amoldarse a la demanda que formulan muchas madres y padres, que —con la mejor de sus intenciones— quieren que su hija o su hijo sea el más alto, el más guapo, el más popular, el más inteligente o el que se lleva el premio a final de curso. Gente que concibe la educación como el proceso de modelar una hija o un hijo a su gusto, o para que sea competitivo en una sociedad sin piedad con los más débiles. Y, curiosamente, son los que pagan, es decir, los que cuentan con los medios y la voluntad de poner pasta para hacer posible ese camino.  

Por eso, muchas y muchos profesionales entran a prometer justo eso: que, gracias a técnicas maravillosas, novedosísimas y mágicas, se va a maximizar su competencia, haciéndoles sentir orgullosos con el cyborg que han creado.  

Yo en estas cosas no me meto, porque no tengo legitimidad para ello.  

Una vez, conocí a una pareja que lo estaban dando todo para que su hijo se portara bien, siguiendo los consejos de una psicóloga que, según me dijeron, tenía mucho prestigio. Su receta mágica eran las tablas de puntos. Así que con ellas andaban, erre que erre, con la esperanza de que si insistían lo suficiente las cosas mejorarían. Pero nada, cada vez el niño peor y, en consecuencia, más tensión en la casa.  

A ver, ¿es que no se ve? 

Lo que no estaban teniendo en cuenta es que esa metodología —que quizás ayude en algunos casos— estaba provocando que la relación entre ellos se resintiera. Entre los miembros de la pareja, porque uno confiaba mucho en la técnica, y la otra tenía muchas dudas; pero, sobre todo, entre los padres y el niño, porque le estaba privando de lo que más necesitaba, de la conexión emocional que permite sincronizar los estados de ánimo y, así, regular las emociones del cerebro reptiliano.  

Pues no sé cómo terminaría la cosa, pero de lo que sí estoy seguro es de que se gastaron una pasta. Una pasta que sólo sirvió para alimentar unas esperanzas que jamás se cumplirían y descojonarlo todo de camino, eso sí, prometiendo el oro y el tesoro que, porque vosotros lo valéis, vais a ser los mejores padres del mundo, con un hijo de postal, estupendo.  

Yo lo tengo claro. Si algún día quiero forrarme, prometeré estas mierdas. Seguro que me convierto en el próximo gurú de moda y monto un jodido imperio. Pero sería un reino construido sobre el cortisol de las familias que querían bienestar pero pidieron algo equivocado: que sus hijas e hijos cambiaran, para que se adaptaran a ellos y al mundo. Sobre cerebros y vidas dañadas porque se priorizó tener clientes, prestigio y dinero.  

Así que sí, huye de los profesionales que te prometen herramientas para cambiar a tu hija o hijo. Ninguna niña o niño se merece que nadie quiera cambiar lo que es o cómo se comporta. Nadie se merece recibir —por ninguna vía, directa o indirecta— el mensaje que no está bien como es, o con lo que hace para protegerse.  

No popularicemos una forma tan terrible de maltrato.  

¿Lo ves? 

Si miras, fíjate, está por todos lados.  

Pero fíjate, hostia, porque no es tan fácil detectarlos.  

¿Está claro? 


Gorka Saitua | educacion-familiar.com 

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