El dilema de la niña o el niño disociado | hacia una ética del buen trato

La ética formal tradicional hace aguas con los chicos y chicas afectados por el trauma del desarrollo. Pero igual lo podemos arreglar.

No voy a dar ningún dato sobre el caso, porque ha sido muy mediático, y a poco que diga lo podéis identificar.

Pero imaginad que un chico o una chica lleva a cabo una acción terrible —imaginad lo peor—, durante un episodio de disociación.

Los seres humanos juzgamos constantemente la realidad, categorizando los sucesos y a las personas en etiquetas como “bueno” o “malo”, “justo” o “injusto”, o “deseable” o “rechazable”, y así orientamos nuestro comportamiento.

Decir que “no hay que prejuzgar” siempre me ha parecido pueril y algo estúpido, dado que nuestro sistema nervioso está programado intrínseca e irremediablemente, para sentir proximidad o rechazo hacia cualquier episodio con carga emocional.

En este sentido, es útil disponer de una formación ética que nos permita orientarnos de manera coherente cuando se trata de valorar qué está bien, o qué está mal.

Durante muchos años, he juzgado mi conducta y la de los demás según 4 paradigmas de referencia:

  • La clarificación de valores. Que viene a decir que nuestros valores son los principios que realmente rigen nuestro comportamiento, y no los que predicamos a los demás. Y qué conocer nuestra propia escala de valores nos proporciona nuevos niveles de conciencia para tomar decisiones.
  • La teoría del desarrollo moral, de L. Kholberg, un discípulo de J. Piaget que, muy resumidamente, vino a decir que el desarrollo madurativo de niños, niñas, adolescentes y personas adultas, condiciona los niveles de reflexión a los que se puede llegar; de manera que, a los estadios más bajos del desarrollo —que no siempre cuadran con la edad—, no pueden exigírsele las mismas cotas de responsabilidad.
  • El imperativo categórico de E. Kant. Que parte del presupuesto de que todo ser humano posee en conocimiento “a priori”, es decir, natural, cierto e intuitivo, sobre lo que está bien o mal; y de que existe una forma para dilucidar si una norma debe integrarse como un deber universal. Por ejemplo, que implique un tratamiento de las personas como un fin en sí mismas, y no un mero medio; o que se estime que cualquier una norma que se aplique a uno mismo, pudiera convertirse en un deber universal.
  • La ética discursiva o dialógica, cuyos máximos exponentes son K. Apel y J. Habermas; que surge como reacción al predominio de la razón instrumental en la sociedad neoliberal; y que es, en resumidas cuentas, una evolución del imperativo categórico Kantiano, que permite determinar qué reglas se presuponen —es decir, son “a priori”— en diálogos y acuerdos de calidad. Por ejemplo, entre muchas cosas, que debe existir un reconocimiento mutuo entre los interlocutores y que todos ellos deben ser investidos con la misma legitimidad.

Pero volvamos al principio. A ese chico o a esa chica con un apego muy desorganizado que, aterrado porque algún estímulo le ha conectado con el trauma, ha reaccionado violentamente dominado por una “parte protectora” disociada, sobre la que tiene escaso o nulo control.

A mí, se me viene abajo toda la teoría. Toda, todita, toda.

Así que ando torcido.

Porque, quizás, fuera un chico con, aparentemente, sus prioridades claras. Bondad, justicia, medio ambiente y paz mundial. Y yo qué sé; con un funcionamiento ejemplar. Pero que, como todas y todos nosotros, al sentirse en peligro, ha reaccionado protegiéndose de la única manera que sabía y que podía: ejerciendo el mismo terror que él mismo pudo sufrir.

Porque, toda su historia personal, saturada de negligencia y maltrato, sólo ha distanciado sus partes en conflicto, y ha impedido a las partes protectoras evolucionar. Así, siguen ancladas en los estadios más primitivos del desarrollo moral. Por ejemplo, la complacencia, orientada por la obediencia: “si hago lo que se espera de mí, es lo correcto; rebelarse ante la autoridad, es lo incorrecto”.  Y la rabia, regida por la ley del talión: “ojo por ojo, diente por diente; mejor tú muerto, que yo”.

Detrás de ambas, el miedo. Que bloquea el desarrollo para mantener protegido al sujeto.

Exigir a esas partes, que nunca se han sentido seguras, ni bientratadas, y que no dialogan entre sí, que sean racionales en el ejercicio de la moralidad, es absurdo y ridículo, y puede exponer al chico o a la chica a una triple victimización: “he sido maltratado pero, si me protejo de la UNICA manera que puedo, soy malo; y además tengo que integrar el mensaje FALSO de que puedo hacerlo mejor, lo cual me genera, si cabe, más irritabilidad y culpa”.

A fin de cuentas, gran parte de la culpa de origina en la diferencia entre lo que soy o lo que he hecho, y lo que puedo llegar a ser.

Ocurre que, en estos casos, tampoco se puede utilizar como criterio la “buena intención”, porque ¿qué significa?

¿Protegerse es una intención? No lo creo. La intencionalidad lleva implícito el dominio de la propia voluntad, y cierta capacidad para decidir, esto es, elegir entre diferentes alternativas.

Lo que sí está claro es que el miedo colapsa la función ejecutiva. Y qué el terror no se puede valorar observando los estímulos del entorno, sino los niveles de activación psicofisológica que se traducen en sensaciones insoportables en el cuerpo.

Para colmo, M. Focault nos recuerda que todas las relaciones humanas son relaciones de poder. Y los profesionales sabemos qué sensibles son las personas afectadas por el trauma del desarrollo a esos cambios sutiles entre el estado de dominador (seguridad) y el de dominado (peligro).

Ser una persona es, para las personas afectadas por el trauma complejo, algo en sí mismo potencialmente retraumatizador.

Las éticas formales tradicionales no sirven. Está claro.

¿Cómo valorar, entonces, nuestros propios actos y los de otras personas?

Hay una alternativa a estudiar: una ética formal “fenomenológica”, al estilo de E. Husserl, pero evolucionada, que incorpore los últimos descubrimientos de la neurociencia. Que nos indique qué condiciones biopsicosociales son necesarias para las personas actúen en niveles máximos de integración, esto es, utilizando armónicamente todas las partes de su cerebro.

La pregunta clave sería ¿qué condiciones son más aconsejables para que las personas y las sociedades puedan disfrutar de los mayores niveles de integración y, por tanto, beneficiarse del máximo uso de su conciencia, intencionalidad y función ejecutiva?

Olé por la pregunta. Tiene aspiraciones de universalidad.

¿Te atreves a responderla?

Yo escucho.


Gorka SaituaAutor: Gorka Saitua. Soy pedagogo y educador familiar. Trabajo desde el año 2002 en el ámbito de protección de menores de Bizkaia. Mi marco de referencia, es la teoría sistémica estructural-narrativa, y la teoría del apego. Para lo que quieras, ponte en contacto conmigo: educacion.familiar.blog@gmail.com

12 comentarios en “El dilema de la niña o el niño disociado | hacia una ética del buen trato

  1. Bibiana Alvarez

    Voy a darle vueltas y lo consultaré con la almohada, que menuda preguntita te has clavado… No, en serio, brutality nivel olimpo de los dioses. Le daré al tarro, merece una profunda reflexión. Un abrazo grande!

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  2. tszona

    Las condiciones aconsejables creo q nos hacemos una idea de cuales son. Cada vez leo/escucho más argumentos que vinculan directamente el buen trato en la infancia con un funcionamiento saludable en la vida adulta, una integración y funcionamiento positivo.
    Otra cosa es preguntarse de qué herramientas nos dotamos como sociedad para garantizar ese buen trato.
    Y en todo caso cuando eso no se da y una persona, adulta o no, en un estado de disociación o no, comete un delito, aún entendiendo las causas q han podido originarlo, sigue siendo un delito.

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    1. Por supuesto que no, compañera o compañero.

      En ningún caso estaba yo cuestionando que determinadas acciones deberían tener consecuencias penales. De hecho, dichas consecuencias son, desde mi pinto de vista, requisito indispensable para que las personas con un componente disociativo asuman la responsabilidad.

      Un saludo, y gracias por tu aportación.

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  3. Hoy ya estoy un poco más despierta… yo veo la necesidad de que se den procesos de reparación a distintos niveles.
    A nivel social (estructural) creo que pasa por un cambio radical de la concepción de la vida… el capitalismo y el heteropatriarcado establecen una normas de juego muy crueles, donde se ejercen abusos de poder que se entrelazan (raza, genero, edad, especie, clase, capacidad (en relación a la producción claro), etc.) y que para mi determinan la perpetuación de la desigualdad social, los ritmos frenéticos incompatibles con la salud metal, la separación de nuestrxs hijxs desde edades muy tempranas y por periodos de tiempo muy largos… y un largo etc. Vivimos en una sociedad totalmente delegacionista, donde nos sentimos muy inseguros y estamos acostumbrados a pedir soluciones a papa estado. Creo que desarrollarnos así como personas nos dificulta mucho asumir responsabilidades.
    El sistema educativo, a mi modo de ver, no favorece el pensamiento crítico ni la emancipación, sino que refuerza esa dependencia y busca hacernos dóciles y manejables, que nos adaptemos al sistema.
    A nivel personal, creo que lxs adultxs estamos muy dañados y desde ahí es muy difícil hacernos cargo de lo que podemos generar en lxs demás. Esto influye en como criamos y nos relacionamos con niños y niñas. Me parece muy necesario que pasemos por procesos terapéuticos que nos ayuden a sanar y no perpetuar todo lo que llevamos a cuestas, participemos en grupos de reflexión que nos ayude a desmontar creencias, a empoderarnos y hacernos cargo de la parte que nos toca en os cuidados y la relación con lxs demás.
    Y más cosas… pero cambiar el mundo me parece imposible.

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      1. Elvira

        La experiencia que he sacado al convivir con esas situaciones me dice que es imprescindible que yo, como figura adulta y responsable, piense mucho y entienda a cada chico herido y aplique, desde la mejor serenidad, un trato cercano y comprensivo, pero ayudada por un contexto de personas sincronizadas en esa forma de actuar. A su vez, considero que ésta es una tarea inabarcable si el chico/s sigue/n viviendo en casa. En definitiva, residencias profesionalizadas, mucho contacto con los chicos, con los técnicos, mucha lectura comprensiva, relación con grupos de padres de similares vivencias, tomar fuerzas y tratar de instalarse con finalidad reparadora sobre la mente de nuestros protegidos pero sin que ellos noten nada especial. Y que ese entorno que no va a ser grande, se armonice con esta guía de acción.
        Para ello he priorizado la labor terapéutica frente a otras ocupaciones. Es necesaria la ayuda de la comunidad/estado porque no soy omnipotente ni nadie lo es.
        De momento, voy por esos caminos y pensamientos y lecturas, que por ello he recalado aquí…
        Gracias

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  4. Mary Sol

    Lanzo otra pregunta… La mayoría de las personas que no sintomatizan un síndrome de estrés postraumático complejo (manifiestan, al menos aparentemente, signos de haber desarrollado un apego seguro), ¿han alcanzado realmente la integración o sólo han conseguido un equilibrio neurótico socialmente aceptado?

    ¿Cómo se acompaña a una persona hacia la integración si no hemos hecho nosotros mismos (algunas personas nunca lo han necesitado, al menos eso manifiestan) el camino hacia la integración? ¿Acaso hay algún ser humano (salvo maestros iluminados) que no tenga dentro de si alguna zona de su psique disociada?

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